Hay que reconocer que la literatura de ciencia ficción ecuatoriana en los últimos años ha sido escrita con más profusión para públicos infantiles, adolescentes y en otros casos, para jóvenes. Los autores han hallado un nicho interesante en estos segmentos de lectores y las editoriales han abierto con cierto interés sus puertas para que la ciencia ficción pueda ser publicada. Sin ánimo de plantear afirmaciones definitivas, quizá habría que tantear una especie de hipótesis: la ciencia ficción para públicos no adultos es un dominio por el que se puede educar, no necesariamente para las ciencias o las tecnologías, sino a valores sociales o morales. La ciencia ficción, como cualquier otro género literario, en tal caso, vendría a ser una excusa.
Lo anterior es a propósito de un libro: El cofre del arte (2019) de Roberto Falquez, producido, por lo que constata en la portadilla interna, en el ámbito de una escuela de arte para niños y niñas, por el Centro Multidisciplinario de Bellas Artes (CEMBA), ubicado en Guayaquil-Ecuador. Es así como en la elaboración o redacción participaron algunos de sus estudiantes: Ivanna Parra Fernández, Rafaella Menéndez Gilbert, María Eduarda Abad Agreda, Ernesto Encalada Chiriboga, Milena Telenchana Reyes, Mateo Telenchana Reyes, los cuales figuran también coautores. El volumen tiene ilustraciones de Jorge Castillo y de la artista plástica Noy Balda Ponce.
El cofre del arte tiene un planteamiento sencillo: unos mellizos, hijos de unos comerciantes bananeros ecuatorianos, van de vacaciones a España, pero se pierden. Cuando allá salen de la estación de tren, se topan con una mujer de nombre Frida la cual les pide llenar un cofre con cosas de arte, tras lo cual, en un periodo próximo, ella les ayudará a encontrar a sus padres. Y he aquí que aparece un dispositivo, un par de dados que ellos usarán para hacer, lo que podríamos decir, viajes en el tiempo. Y cuando los combinan y lanzan, van por un “túnel caleidoscópico del tiempo” que los lleva, en efecto, a diversos años, sobre todo del pasado, para ir a conocer y dialogar, aunque sea brevemente con algunos pintores para saber los secretos de sus artes y escuelas.
Visto así, esta novela ilustrada con pinturas y bocetos de los lugares que los mellizos visitan se convierte en una especie de recorrido por el mundo del arte, donde lo que importa es reconocer alguna característica artística, quizá la más importante. Entonces, nos encontramos con Claude Monet, Pablo Picasso, Edward Munch y Piet Mondrian, cada cual explicando en qué consiste su arte y la escuela que representan. De este modo, se puede afirmar, que en todos estos encuentros habría una intención no solo narrativa, sino también pedagógica, porque de lo que se trata es conocer secretos, aprender de forma rápida, y gracias a una aventura, sobre la esencia del arte de manera fácil. En todo caso, esto está bien para públicos infantiles a los que se pretende iniciar en el arte y quizá en la teoría del arte, explicándoles ideas iniciales y concretas que les sirva para reconocer obras.
Pero no solo están los artistas nombrados. Quien embarca en la aventura a estos mellizos es alguien que se hace llamar Frida, que, por todos los trazos, los detalles, sabemos que es Frida Khalo. Y es con ella que en principio está el arranque del motor narrativo, que luego se dinamiza con su opositor, un personaje de nombre Charles, claramente la referencia a Charles Chaplin. ¿Qué intenciones tiene Frida para con Charles? ¿Por qué esa desenfrenada búsqueda de los secretos del arte de los artistas aludidos? ¿Qué función tiene el cofre donde deben guardar los mellizos los papeles de sus encuentros con los artistas? Y hay más preguntas.
El cofre del arte promete una segunda parte, pero las respuestas a las preguntas apuntadas están ya plasmadas en el argumento del libro. No es la intención de este artículo abundar sobre cuestiones del contenido más allá de lo anotado. Pero sí hay que recalcar que la obra está bien estructurada, invita a leerla, deja inquietudes, además de abrir al arte. Por algo las ilustraciones a todo color, no precisamente las mismas obras pictóricas que pueden estar referenciadas, sino a los estilos que se intentan reproducir. En ello Falquez y sus colaboradores han puesto mucho esfuerzo y eso es loable porque enriquece al libro mismo, en su objetivo, en su naturaleza. Incluso para que se pueda apreciar el texto que se subordina a la gráfica, a la ilustración, la elección de tapa dura es una buena elección.
Y volviendo a nuestro planteamiento inicial, digamos que, aunque la ciencia ficción es un pretexto para el desarrollo narrativo –como es el caso que presentamos–, es evidente que en Ecuador muchos autores y editoriales subordinan el género a otros intereses. Aunque se constata que en El cofre del arte hay una intención pedagógica sobre el arte, se podría esperar que sus autores se aventuren más a la ciencia ficción misma: sobre el particular hay algo que se puede explotar, si se piensa una segunda parte, y es el propio recurso pictórico que “estalla” cuando se abre el cofre. Con todo, nos quedamos con este primer libro y lo aplaudimos por sus propósitos. (Iván Rodrigo Mendizábal)