La ciencia ficción ha empezado a invadir los rincones de la cultura. Es un proceso que se ha gestado paulatinamente, que no debería sorprendernos pero al que tampoco deberíamos restarle importancia pues en más de una ocasión el género aludido estimula los resortes que sostienen nuestras ficciones contemporáneas.
No en vano el escritor Robert J. Sawyer asegura que la ciencia ficción es la literatura del futuro. La frase se puede interpretar tanto por el carácter premonitorio del género como por un cambio evolutivo en la escritura al incorporar en la estética tradicional elementos ficcionales propios de una estilística a la que ya no se puede eludir.
Sólo para recordar: Borges fue un apasionado lector de Wells, Bolaño de Philip K. Dick y Jorge Enrique Adoum de Ray Bradbury.
Escritores de tendencia realista han sabido nutrirse de la ficción especulativa, cada uno a su manera, como lo han demostrado Edmundo Paz Soldán en Iris, y Javier Calvo en El jardín colgante, o como ya lo han hecho David Foster Wallace en La broma infinita, Margaret Atwood en El cuento de la criada y Oryx y Crake, y Kazuo Ishiguro en Nunca me abandones; o de forma definitiva han dado el salto de lleno en alguna de sus obras como en los clásicos casos de Karel Čapek o Adolfo Bioy Casares.
En las artes plásticas tampoco se la desprecia. El estadounidense Mark Bryan ha utilizado elementos del género para nutrir sus sátiras, y el polaco Jacek Yerka ha integrado la pintura flamenca con la ficción especulativa.
En el cine es preciso destacar las obras de dos realizadores atípicos: Lars von Trier con Melancolía, y Yorgos Lanthimos con La langosta, quienes de forma sutil y con una estética que deslumbra, mixturan densos y feroces dramas con hechos fantásticos, por ejemplo, con un planeta que se acerca a la Tierra (en el caso del danés) o con una recámara que convierte a las personas en animales (en la película del griego).
Pienso también en seriales televisivos como Black Mirror o Westworld, que exhibidos en un formato de consumo de masas, plantean argumentos vigorosos y que seducen.
Quizá sea la música la única zona inasible, que no puede encasillarse.
Estoy hablando, desde luego, de artistas y obras que no se integran de lleno al movimiento, pero que lo utilizan como una herramienta expresiva, como un catalizador formal para estructurar sus ficciones y trabajar sobre zonas mucho más complejas.
En Ecuador, hay escritores que se valen de diversas búsquedas paralelas a la literatura de marcado tinte realista al uso, y otros más osados que hibridan los géneros para presentar sus iniciativas.
Tenemos el caso de Santiago Páez, que ha usado una narración de carácter realista (Puñal, Olvido), y que en mayor medida se sirve de la ciencia ficción sin despreciar otros planteamientos, como en Crónicas del Breve Reino, un libro que abarca más de un siglo en la historia de un país imaginado que resulta ser el mismo Ecuador, y en el que confluyen cuatro partes conformadas por novelas independientes que estructuran un todo (a la manera de 2666 de Bolaño) pero que funcionan cada una dentro de una propuesta: Rolando, que se vale de un registro histórico; Aquilino, que apela a lo policial; Adolfo, que remite a las novelas de aventura; y termina con Uriel, una nouvelle de ciencia ficción.
Tenemos el caso de Cristián Londoño Proaño, quien es poeta y narrador que ha desarrollado el término fantasía andina al que circunscribe sus novelas El tiempo muerto y El instinto de la luz, y quien ha escrito Los improductivos y Underbreak, dos novelas cortas de ciencia ficción que se incorporan al corpus de la literatura ecuatoriana.
Los improductivos es una apuesta por dibujar una colectividad dominada por un nuevo orden mundial en el que la democracia ha sido superada por los gobiernos corporativos. El mayor incentivo de un productivo es llegar a ser un Hacedor Robert Zach, una especie de gurú en una sociedad que paradójicamente desprecia todo tipo de espiritualidad y comportamiento individual, imponiendo a sus ciudadanos globales un permanente estado de alerta en las labores materiales, tanto así que en el caso de llegarse a notar un momento de descanso en algún compañero de trabajo, este hecho podría tomarse como signo de improductividad y ser denunciado al superior jerárquico. La máximas penas que se imponen a un improductivo es ser conducido al Banco de Órganos, lugar donde se reciclará su anatomía en beneficio de los seres que producen, o ser confinado al Instituto de Genética en donde se sugiere que se proceden a realizar estudios mengelianos. La novela se plantea la lucha de la supervivencia humana frente a su utilidad.
Underbreak resulta ser un híbrido entre ficción científica y novela policial. El drama y misterio se desencadena con el asesinato de Miko Kurosawa, presidente de la Corporación Imagined y creador del virtualizador, un novedoso dispositivo de entretenimiento con capacidad de recrear virtualmente hechos históricos y mostrarlos de forma vívida. La acción se desarrolla en New Pacific, una isla artificial que es la capital corporativa y global y que alberga la burocracia del Gobierno Terrestre Unificado así como los edificios de las principales corporaciones del mundo. Subpacific, es una zona de suburbios, y Bahía de la Paz, una lujosa franja de descanso para quienes están en la cúspide social. Destacan personajes como Kly, quien tiene la capacidad de comunicación postmórtem y que es perseguida por el reverendo Bastidas, Superior de los Pastores de la Iglesia del Buen Morir, de la que la vidente se ha apartado; la Iglesia tiene el monopolio de la práctica, y la persigue por ejercer el oficio de forma clandestina. En esta historia, el protagonista es John Damian Bellow, un shadow, un ejecutor, un verdugo, de la llamada policía terrestre que sin desearlo, deberá resolver el misterio de la muerte de Kurosawa.
Aunque presentadas de forma independiente y no interconectadas por elementos compartidos, en ambas novelas se rastrea la configuración de un universo común. Tanto Underbreak como Los improductivos invocan, en su sentido más amplio, a la globalización. Se presiente el maniqueísmo propio de las distopías aunque matizado por la dosificación de atractivas historias que nos mantienen en suspenso. Las novelas de Londoño Proaño poseen la cualidad de lo vertiginoso, y por su agilidad se podría llegar a percibir cierta fragilidad narrativa que es inmediatamente obviada gracias a que se celebra la audacia en la incorporación de argumentos originales, tramas sólidas y diálogos inteligentes. Las novelas cortas de Londoño Proaño están muy bien construidas, cerradas, y con una aparente sencillez escritural, con esa paciencia de escritor comprometido con el mundo que forja, escritura despojada de toda pretensión de artificio. Si deberíamos hacerle algún reproche, éste iría encaminado en el ámbito del estilo que puede querer pecar de sequedad, pero que es necesario para marcar las justas dosis de suspenso y la agilidad para el impacto, y en este caso, la superioridad del argumento no va en detrimento de una estilística en apariencia anoréxica que en Los improductivos llega a alcanzar una mejor presentación formal que en la construcción de su homóloga Underbreak. Lo primordial es que la literatura ecuatoriana pueda explotar todas sus posibilidades y sacar provecho de las cualidades imaginativas de las nuevas propuestas con una mejorada capacidad creadora y apostando por los riesgos temáticos. Prueba de ello son para mí las novelas que han empezado a desbrozar senderos, a pavimentar caminos de herradura, tales como estas de las que hablamos. No son novelas perfectas, pero son novelas necesarias.
Acotando: Terminamos de leer Underbreak o Los improductivos de una sola sentada entre expectantes, sorprendidos y extasiados.
Todo libro que aspire a la categoría de literatura debe anteponer las consideraciones inherentes a su escritura por encima de aspectos externos a la misma. De esta forma, ni Underbreak ni Los improductivos nos amonestan con leyendas morales, pero las consecuencias de las situaciones se plantean de tal manera que podemos intuir que brota alguna burbuja reflejando el comportamiento humano. Como decía Manuel Vásquez Montalbán, quizá en la literatura del futuro se pondrán en evidencia los nuevos mecanismos sociales con la lucha entre globalizador y globalizado, pero decir esto sería reducir el carácter dinámico de ambas novelas.
Las novelas cortas de Londoño Proaño son pequeños frescos distópicos, levemente apocalípticos, que nos sugieren las posibilidades de la derrota, de la enajenación y del exterminio (o la extinción) que conlleva no el avance de la ciencia, sino el oscuro espíritu humano, todo esto sin afán adoctrinador y sin postular las consabidas consignas que abanderan las novelas didácticas. Quizá una suerte de ética despunte de forma más clara en determinados personajes de Underbreak (que valga recalcar, es una extraña mezcla entre Philip K. Dick y Dashiell Hammett); pero será en su primera nouvelle Los improductivos, donde lo kafkiano adquirirá sus tintes más notorios, en una lucha individual contra engranajes desconocidos.
En nuestra actual novelística, a medio camino entre la estela naturalista legada por los maestros del treinta y las audacias de los innovadores formales de los setenta, se ubican rezagos estilísticos que patalean en un forzado remanso de tendencia urbana, novelas que son avaladas por las corrientes comerciales que pululan dentro del país y que están formando un supuesto nuevo canon, dejando al margen escrituras más arriesgadas como las novelas que nos ocupan y que han debido ver la luz en formatos no tradicionales y que bregan en las orillas de nuestra cultura (como minúsculos faros mediante los cuales el lector atrevido deberá orientarse), abriéndose espacios en otros países que se atreven a considerar las propuestas que nuestras editoriales ni siquiera se molestan en contestar con un no. (Los improductivos ya cuenta, en papel, con una edición chilena).
Jorge Enrique Adoum acostumbraba a decir, medio en broma, medio en serio, que había que fijarse bien al momento de pretender acabar con el padre pues por una distracción o un equívoco se podría terminar con la vida del inocente marido de la madre. En apariencia, la literatura de Londoño Proaño no necesita guillotinar la cabeza de padres literarios para demostrar con fuerza que una nueva escritura es posible, tal como lo está haciendo, a su ritmo y desde sus trincheras. Quizá este espejismo se deba a la naturaleza propositiva más que conflictiva del autor en términos de arte, aunque como narrativa atípica que se presenta, la escritura de Londoño Proaño no es una literatura que desprecie sus referentes; sucede que los referentes no son los esperados, sino algunos más vastos, más amplios. Esa necesidad artística de representar ya no un pueblo, ya no un país, ya no un continente, sino un mundo, es la posibilidad explotada por Londoño Proaño y lo convierte en un escritor que promete mucho.
Para culminar, noto que en la escena literaria nacional (tanto la tradicional como la emergente) interactúan nuevos planteamientos, dentro de los cuales destaca la ciencia ficción, a cuyo género se adhieren las obras aquí mencionadas. Y extendiendo nuestra mirada, de los actuales escritores ecuatorianos (hablando de narrativa, desde luego) que realmente están proyectando una palabra novedosa, que están haciendo una literatura que no solamente perdurará sino que cimentará nuevas directrices para las hordas posteriores de escribas, destacan entre otros: Leonardo Valencia con una novela casi fundacional como El libro flotante de Caytran Dölphin en la que sumerge una gran ciudad ecuatoriana bajo las aguas; Santiago Páez trabajando también con la ciencia ficción aunque adherido además a otras exploraciones; Luis Alberto Bravo con una literatura cercana en ciertos aspectos a Bruno Schulz o al onirismo de Cărtărescu (no en lo barroco, por supuesto); o la joven escritora Mónica Ojeda, quien plantea mundos fantásticos dentro de descarnados mundos reales.
Toda literatura lleva implícita, lo quiera o no, una particular visión de la realidad, que se cuela por los intersticios menos esperados; es decir, una ideología, así la ideología sea la falta de ideología, o el apremio por desprenderse de las ideologías. El arte del buen escribir consiste en hacer pasar inadvertida dichas posturas en los sensores del lector que por ningún motivo debemos tomar por ingenuo, todo esto para no herir susceptibilidades con palabras francas y que las propuestas puedan trabajar de forma soterrada. Y adviértase, para espanto de los polémicos, que no hablo de algún adoctrinamiento solapado, sino de la capacidad de recrear mundos mediante palabras, y esto se logra a través de formulaciones absolutamente personales.
Quizá con la ciencia ficción ocurra lo contrario, y he aquí la importancia del género. La ciencia ficción, de entrada, debe mostrar su cualidad de artificio, de creación, de ficción, para plasmar la representación del mundo que explore. Con estos lineamientos, la nueva literatura ecuatoriana (y con ella la escritura de Cristián Londoño Proaño), abandona la escenificación de un territorio y se sumerge en aguas más profundas o lejanas invitando al lector a recorridos de más complejos matices.
Y no obstante, que no le reprochen falta de latinoamericanismo a quien ha desarrollado la noción de literatura de fantasía andina.
Sobre el autor
DIEGO MAENZA (Ecuador, 1987).
Escritor
Durante 2015-2016 mantuvo un innovador proyecto de escritura en su espacio web, invitando a creadores de diversas expresiones artísticas (pinturas, dibujos, fotografías, artes gráficas, caricaturas) y trabajando en distintos registros matizados en la variedad de subgéneros literarios: comedia, sátira, ciencia ficción, fantasía, terror, horror, drama, realismo, y demás, volcados en los numerosos géneros: fábula, cuento, leyenda, poesía, ensayo, pieza teatral, aforismos. Fruto de esta labor creativa surge Géneros, libro de cuentos en preparación. Es habitual colaborador de la revista venezolana Letralia, y coeditor de la revista digital latinoamericana Libro de arena (www.librodearena.org). Es autor del libro de relatos Teoría de la inspiración.