La reedición de la novela de ciencia ficción colombiana Iménez (Penguin Random House, Bogotá, 2018) de Luis Noriega actualiza la obra de este escritor. Iménez fue ganadora en el 1999 del Primer Premio compartido UPC de novela corta de ciencia ficción –UPC, concedido por la Universidad Politécnica de Cataluña, consagrado y hasta hoy respetado– y se la publicó como parte del volumen del premio junto a Homunculus de Alejandro Mier G. Cadaval; IA de Daniel Mares; y El día que murió de Fermín Sánchez Carracedo, bajo el título de Premio UPC 1999 (Ediciones B Nova, 2000). Posteriormente en Colombia fue reeditada como libro, Iménez (Taller Edición Rocca, 2011). Se trata de una novela muy sugerente.
Iménez es la historia de un funcionario público que trabaja en una oficina de un Ministerio público con el nombre de Determinación de Vacantes. Su labor, tal como lo esboza Noriega, parece como la de cualquier cobrador o la de cualquier liquidador de deudas, pero que en su caso tiene la característica de ser un “ejecutor”. Sí, cuando algún afiliado a La Cúpula –un sector ultraprivilegiado– ha decidido hacer una llamada, el funcionario va a la casa o al departamento, le lee al asociado ciertas cláusulas, le da unas pastillas, espera a que se muera y luego lo “cocina”, es decir, lo incinera. Si el procedimiento no se cumple a normalidad, porque el afiliado puede tener un ardid, ejerciendo su poder de empleado público, lo ejecuta en el acto usando una pistola especial. A veces mata a niños, dizque por “equivocación”, aunque ello tampoco le conmueva. Y, bueno, lo descrito hasta acá no es el argumento mismo de la novela, pero da una idea de lo que trata Iménez, nombre este además del funcionario.
Digamos entonces que Noriega representa en su novela lo que es en sí también la imagen de una Colombia desde un tiempo a esta parte, usando para el caso el llamado distanciamiento cognitivo, concepto que fuera popularizado por Darko Suvin (en Metamorphoses of science fiction: on the poetics of science fiction, 1979): una sociedad radicalmente dividida por sus determinaciones clasistas; esta imagen, hay que aclarar, también es notoria en varios países de Latinoamérica.
Así, un sector, el que aspira a un mejor estatus social se “recluye”, en la novela, en denominada La Cúpula, centro urbano, financiero y de poder, de beneficios y de oportunidades que, si no se corresponden o recompensan bajo las normas que confiere la “afiliación”, su actuar puede derivar en la desafiliación, es decir, en la eliminación del ciudadano en cuestión –lo más cercano a la vida contemporánea es más o menos cuando uno tiene una tarjeta de crédito o tiene un crédito bancario que debe cumplirlo a riesgo de perder cualquier cosa que se haya comprometido–. Si hay este emplazamiento privilegiado y excluyente, fuera de esta está la otra población que es sirvienta, que asiste con su trabajo a que las cosas en La Cúpula sean de confort. Algunos del exterior de La Cúpula a veces se sienten tentados por formar parte de este sector acomodado, pero otros, como no les alcanza ni el dinero, prefieren su vida de exclusión: para los de La Cúpula, los habitantes de los barrios suburbanos o se prostituyen, o son traficantes, o son comerciantes…, es decir, son todo lo “indeseado”, aunque necesario para el funcionamiento seguro de la sociedad de bienestar.
Con esta imagen de la dicotómica división social Noriega presenta lo que es lo que se llama la Ciudad Andina, representación de una Bogotá o de cualquier ciudad latinoamericana, donde hay clases sociales que miran con desdén a las otras que ocupan la ciudad; tales clases sociales pudientes se recluyen en urbanizaciones, en zonas casi cercadas, en sectores no tan fáciles de transitar por aquellos otros que no pertenecen al sector. Una representación parecida también la encontramos en otra novela colombiana, también dentro de la ciencia ficción, Angosta (2003) de Héctor Abad Faciolince.
En todo caso, Noriega, gracias al distanciamiento cognitivo, nos lleva a imaginar cualquier tipo de sociedad de alta tecnología, de vida superlativa, donde ya no existen animales, y si los hay –como el gato que Iménez se queda luego de una ejecución– son cosa extraña y, en muchos casos se los come como alguna rareza. Asimismo, hay control de la natalidad o, en su caso, las mujeres ya no pueden tener hijos, y si hay algo que tenga que ver con el deseo de tener hijos, se recurren a traficantes de óvulos o empresas o médicos especializados en hacerlos posibles; la vida de los que se arriesgan a tener hijos debe pasar por el anonimato. Y en el aspecto contextual, supuestamente, además, la humanidad ha conquistado el espacio exterior, aunque todavía impera alguna religión bajo la institución de la Iglesia Protocolombina y hay quienes invocan a “Jesucristo Cosmonauta”.
Se puede decir que Noriega imagina un mundo actual-futuro donde la cotidianidad sigue operando con otras prácticas: control policial, afiliaciones y ruinas personales ritualizadas, parejas que se desentienden de la idea de la familia, etc. Su personaje Iménez es un ser más de carne y hueso que ha preferido el mundo de la burocracia a afiliarse a sabiendas de los trances que ello podría conllevar. Ello no impide que pueda aprovecharse del poder que le confiere su trabajo.
Así, en una de las ejecuciones, Iménez se hace de un aparato, un arma “coprometabolizadora” –además de un gato–, arma que, cuando se la dispara a un cuerpo, este, desde adentro, se descompone y se vuelve una masa que es expulsada a través de los poros de la piel. Iménez en una ocasión la emplea para enfrentar a su vecino, un ser cualquiera, porque hace ruido. Como su trabajo es responder a las necesidades del sistema imperante, es decir, matar en nombre de la institucionalidad de privilegios, Iménez no siente el más mínimo remordimiento, siendo así su oficio, uno más de los que hay en la Ciudad Andina
Y he aquí que en Iménez está presente un tema muy particular en la ciencia ficción, cuando en esta se trata de mostrar que se vive en una especie de distopía, o con más propiedad, una anti-utopía, donde, aunque haya “bienestar”, su costo es la muerte. Es la muerte que es suministrada de manera administrativa, es decir, que el Estado o el sistema sociopolítico mismo dispone la muerte de sus ciudadanos de la manera más directa, como si fuera un acto más de todo proceso burocrático. Los “ejecutores” son gente del Ministerio que cumplen sin miramientos y sin constricciones con su oficio. Recuerda a los oficiales nazis que tenían la labor administrativa de ejecutar a los prisioneros en los campos de concentración, o a los torturadores en los gobiernos dictatoriales latinoamericanos que se encargaban de martirizar algún ciudadano e ir, como los oficiales nazis, a sus casas a pasarla bien con su familia o sus hijos. Hoy diríamos que se trataría del sicariato institucionalizado, es decir, el ejecutor hace su labor, consigue alguna cosa del ejecutado –no reporta lo obtenido, porque vendría a ser una especie de “recuerdo” o “trofeo”–, y se marcha a su hogar a disfrutar de una buena bebida, de ver la televisión algún partido o asistir a alguna fiesta para derrochar felicidad.
Es la representación de la llamada “banalidad del mal”, tesis famosa de Hannah Arendt (en Eichman en Jerusalén, 1963). En otro artículo, sobre una película argentina de Luis Ortega, El ángel (2018), planteé, a propósito de esta idea que “el acto de matar no obedece ni al bien ni al mal, no es una cuestión de juzgamiento ni de demostración de poder, sino un modo de extremar el ‘trabajo’ eficiente”. Eso lo percibimos en Iménez: la labor del funcionario responde a lo estipulado por los propios códigos legales, es eficiente en lo que debe hacer, cumple con todos los requisitos y las normas para la ejecución: incluso acompaña al sujeto que deberá matar a tomarse un café o un whisky, mientras oye sus palabras o lamentos como si se tratase de un vecino más. La muerte en Iménez es algo más del día a día; y la gente que va a morir la admite finalmente si no ha cumplido con el compromiso que encierra la afiliación a La Cúpula. Habría una especie de asunción del límite de la vida cuando se firma un contrato de bienestar.
Cuando la banalidad del mal es operante en la Ciudad Andina –por extensión, insisto, a la vida en el mundo andino con sus determinaciones de clase, con sus determinaciones ideológicas–, los problemas de convivencia aún no solucionados se resuelven directamente cuando la libertad está constreñida. Noriega muestra a una sociedad de soledades, de gente que sabe que sobre sus cabezas siempre está la muerte. Hay otras instancias –oficinas burocráticas como Inteligencia, Vacantes…– que también hacen su labor ordenadora del sistema. En uno de sus descuidos Iménez pierde su insignia, elemento que parece intrascendente, pero que desencadena en la novela una pesquisa contra el mismo funcionario y, como tal, con los vínculos de amistad que tiene. Ahí también él se dará cuenta que es parte de una maquinaria administrativa que fagocita –acá hay algo que recuerda a la trama de un filme de Terry Gilliam, Brazil (1985)–. Iménez, como buen funcionario o burócrata a la final tiene la ventaja que es un ejecutor, que sabe de algunos intersticios que le ofrece el sistema precisamente porque no es “afiliado” al mundo de privilegios. Esto no le exime ver la muerte casi cara a cara. ¿No hay algo de la cosmología literaria de Philip K. Dick en la obra de Noriega?
Hay un personaje interesante en la novela que es el profesor Groot, un vecino con quien Iménez tiene sus tertulias cuando no está haciendo ejecuciones, sus labores administrativas; además, frecuenta un bar de un señor Chang, donde comparte con los contertulios sus pensamientos y sus comidas. Hasta acá la cosa está en el nivel de lo cotidiano. Pero Groot es curioso, es académico, es lector. Su motivación está representada en la novela en ayudar en descifrar un chiste, uno que es más anodino. Sin embargo, con este personaje descubrimos que hay aquellos que saben de los intersticios del sistema anti-utópico y tienen aún la valentía de denunciarlo, aunque sabemos que al poder político no gusta de los críticos y de los que se atreven a hurgar las llagas mal curadas.
Es interesante que, pese al oficio de matar administrativamente de Iménez, este se topa con un escritor, un best-seller de apellido Silva, que a la final renuncia a la afiliación y se hace ejecutar, dejando de tras de sí una vasta obra de un detective –Jaramillo–, un sagaz investigador ficticio del sistema de privilegios. Es gracias a la lectura más detenida de la obra de Silva que Groot se da cuenta de los problemas de La Cúpula, de sus intrincados vericuetos para hacer pasar la muerte administrativa como parte del modus operandi de un sistema que vive a costa de cualquiera que se entregue a la trampa de la sociedad de bienestar. En realidad, Groot descubre tal trampa y ese es el chiste en cuestión –aunque eso más bien tiene que ver con lo escatológico–. En otras palabras, es la literatura la que hace “hablar” el secreto de tal sociedad: bienestar no es prosperidad o acomodamiento social, sino infortunio. Por ello Silva se hace ejecutar antes de tiempo y más allá de ciertas ventajas que podría conseguir: Groot hace aparecer el ethos de un ciudadano que enfrenta a la inmoralidad de los ejecutores, o mejor dicho, a la inmoralidad de un sistema sociopolítico que cree a fe ciega en el bienestar.
Iménez, de acuerdo a lo anterior, devela a un tipo de sociedad, sea la actual o la futura, y por su propia naturaleza, o sea, por la manera de mostrar, a través de un personaje, es que nos damos cuenta que cualquier cosa que prometa el capitalismo para hacernos ver mejor, es en realidad un fiasco: el novum, que es lo que caracteriza a la ciencia ficción tras el distanciamiento cognitivo, es hacer aparecer el rostro de la muerte en la misma acción de los burócratas encargados de hacer que las cosas funcionen con eficacia.
Iménez, por ello, es actual: es una novela que inquieta y nos abre un montón de preguntas. Noriega despunta con esta obra y pone en relieve a la literatura colombiana contemporánea. (Iván Rodrigo Mendizábal)