… Y eso. Además éste lo he mandado a varios sitios y no me lo han aceptado (ahora solo mando cuando me piden participar y generalmente mando dos opciones, a ver cuál les gusta) ¿Quizá pueden ayudarme a ver cuál es el problema?
El Camino
El camino que conduce al Reino, no tiene cadenas ni trancas. Pareciera ser una de esas minas abandonadas ya por secas y estériles. Es rocosa, sucia, con telas de araña adornando el paso. Ni los animales salvajes se atreven a vivir allí.
Son muchas las leyendas que rodean al Reino por lo que no es necesario proteger el camino. A penas si de cuando en cuando algún curioso o alguien que ya no tiene nada que perder, se atreven a cruzarlo. Solo los que viven en el Reino lo recorren, quiéranlo o no. Muchos no quisieran volver, pero están atados al Reino con las cadenas invisibles del olvido. Los pocos permisos de salida que se otorgan son aprovechados al máximo… pues se sabe bien que luego habrá que regresar.
Yo soy una de esas privilegiadas que de cuando en cuando puede salir del Reino. El secreto contacto que aún conservo con algunas personas influyentes me permite salir para ocuparme de los asuntos privados del Reino. Acabado mi tiempo fuera, debo recorrer ese camino que algunos siglos antes recorriera pensando que me llevaría a la solución de mis problemas. Ahora sé que el precio a pagar es alto, ahora quisiera volver atrás, encontrar a alguien que me advirtiera… pero es tarde. Suspiro y entro a la cueva.
El camino es oscuro, pero mis ojos están acostumbrados a las penumbras; sé que es frio, pero mi piel ya no siente nada; es largo, pero yo sigo sin detenerme. El niño duerme entre mis brazos. Es por él que me atreví a emprender el camino esa tarde de otoño. Mis pies tropezaban con cada piedra, pues las lágrimas me impedían ver por dónde iba. Llevaba una pequeña antorcha y no quise escuchar los gritos de mi familia, sus advertencias, sus ruegos.
El niño pesa. Sigue siendo ese bebé de 6 meses que tanto amé, y sin embargo los años se acumulan en él, haciendo su carga cada vez más pesada. Yo avanzo sin siquiera trastabillar. Eso es lo que quería, me digo, y ahora lo tengo. No hay espacio para el arrepentimiento.
De pronto escucho unos suaves quejidos. Más adelante hay una mujer que llora. Acelero el paso para alcanzarla. Al llegar a ella no la miro, solo digo en voz muy baja:
—Retrocede. Lo que creas que estás dejando, no vale la pena.
—¿Vives en el Reino? —Me pregunta, secándose las lágrimas con la manga de su vieja blusa.
—Sí, —le respondo luego de un largo silencio.
Ella sigue al lado mío. —Entonces ¿Por qué…?
—Porque no encontrarás lo que quieres en él. Solo una ilusión y cuando te arrepientas, ya no podrás dar marcha atrás. El reino JAMÁS pierde un súbdito.
La mujer me sigue, con una muda terquedad.
—No tengo nada que perder. No dejo nada. —Me dice con voz firme.
—No sabes lo que dices, —le respondo. Miro al niño entre mis brazos. Está despierto y me sonría. Se lo muestro a la mujer.
Ella se lleva las manos al pecho y con ojos desorbitados abre la boca para lanzar un alarido que nunca llega a salir, congelado por el terror en su garganta. Retrocede unos pasos y luego dándose la vuelta, corre hacia la entrada.
Yo vuelvo a mirar al niño y sus hermosos ojos y su dulce sonrisa; le sonrío y le acaricio la mejilla.
De cuándo en cuándo escucho los gritos apagados. Dicen que son los alaridos de aquellos que trataron de huir del reino, que se han quedado adheridos a las rocas. Muchos al escucharlos, dan marcha atrás. Yo no lo hice, hasta el miedo me había abandonado cuando decidí seguir el camino.
Llevo más de dos horas caminado cuando escucho los pasos. Un hombre está delante mio. Al darse cuenta de mi presencia, me espera. Al alcanzarlo reconocemos en nuestras miradas melancólicas que pertenecemos al Reino y haciendo una mueca que simula una sonrisa, nos acompañamos… pero eso no hace más liviano el camino.
—¿Te fue bien en tu tiempo fuera? —Su voz suena sorpresivamente joven para su abatida apariencia. No está bajo de peso, los músculos de sus brazos lo afirman, pero las sombras que se ven bajo sus ojos y en sus mejillas, le dan un aspecto cadavérico. No es extraño que así se vean todos los que viven en el Reino.
Asiento con la cabeza.
—A mí también. Vi a mi familia y a mis hijos.
Vuelvo el rostro hacia él, horrorizada. ¿Se atrevió a romper una de las reglas?
—No te preocupes, —responde al encontrarse con mi mirada. —Ellos no me vieron a mí.
—Debes haberte sentido muy feliz, —le contesto, solo porque siento que él necesita llenar el vacío con algo de sonido.
Ahora es él el que asiente con la cabeza y deja escapar un suspiro.
Seguimos caminando, intercambiando frases deshilachadas que son un remedo de conversación. De pronto unos gritos nos hacen voltear. Dos jovenzuelas nos hacen señas y nos piden detenernos. Evidentemente curiosas, de esas que quieren tener una ventura que contar a sus amigos, para ver la cara de asombro que pone. Esa es la clase que más me molesta. Por empatía puedo entender que alguien cruce el camino, pensando que en el Reino acabará su sufrir, pero los curiosos, los que buscan su dosis de adrenalina, los que quieren mostrar su valentía, a esos los desprecio sin piedad.
Vuelvo a mirar al niño en mis brazos, le sonrío y le hago un gesto con la cabeza. Él entiende y salta de mis brazos para hacer lo suyo. Las jóvenes aúllan y huyen despavoridas. El niño vuelve a saltar hacia mis brazos, riendo. Le parece divertido, no se da cuenta del horror, es solo un bebé, y así seguirá por los siglos de los siglos. Pesa más esta vez, calculo que tendrá un año por lo menos. Eso sucede cuando se divierte, crece un poco. Nunca más allá de los tres años. La última vez le tomó dos semanas recuperar su forma original. Espero que esta vez no tarde tanto. Por lo pronto no me queda más que continuar el camino con el peso extra en mis brazos.
El hombre se mantuvo en silencio durante todo el episodio y así siguió hasta que llegamos a la entrada. Sería muy extraño que se haya asustado con el niño, pero quién sabe.
Levantamos la mirada. Los guardias nos saludan. No hay sol (nunca hay sol en el reino) y sin embargo las brazas de sus ojos nos ciegan. Se sonríen al vernos. Sé muy bien que no es un saludo: se burlan de nosotros al haber usado nuestro tiempo fuera. Ellos han nacido en el reino y les paree ridículo que nosotros sigamos queriendo de cuándo en cuándo salir, aún sabiendo que eso nos hará aún mucho más difícil la permanencia en el Reino.
—Traen cola, —dice uno.
Volvemos la cabeza y reconocemos a las dos curiosas que creímos espantar.
—Nos viene siguiendo desde hace rato, —contesta el hombre. —Ella trató de… disuadirlas con el niño, pero parece que no dio resultado.
—No se preocupen, —contesta el segundo guardia mientras nos abre el portón.
Lo cierra y mi piel se eriza. No importa cuántas veces cruce ese portón, siempre se me erizará la piel al entrar al Reino. A nuestras espaldas se escuchan gruñidos y los alaridos escalofriantes de las curiosas. Sabemos que los guardias no pueden tocarlas, que les está prohibido hacer daño físico, pero también sabemos que cuando ellos hacen lo suyo… no hay nadie que se atreva a regresar al camino.
Los olores del templo me invaden y a penas si puedo contener las nauseas. Cierro los ojos y avanzo resignada. Los abro y me encuentro con la mirada del niño. Entonces recuerdo que fue por él que emprendí el camino, para poder tener entre mis brazos esta ilusión de su presencia y me resigno.