El Instinto de la luz
El tiempo muerto
El retorno de la luz
Es con mucha alegría que he recibido noticias de la publicación de Cristian Londoño Proaño. Él es un gran colaborador de Amazing Stories, además de actívo promotor cultural y escritor del género. Se trata de la trilogía El Instinto de la Luz, en formato digital.
En esta trilogía de fantasía el incluye elementos de la cosmovisión andina, lo que lo hace innovador. No nos encontraremos pues con los tradicionales elementos de la literatura fantástica. La trilogía está conformada por “El instinto de la luz”, novela que fuera galardonada con una beca del Ministerio de Cultura de Ecuador, “El tiempo muerto” y “El retorno de la luz”. En ellas se cuenta la historia de Awi, un joven aprendiz de yachac (chamán), que tiene la habilidad de viajar a los mundos ancestrales (Uku Pacha, el mundo de arriba y Jahua Pacha, el mundo de abajo), debe recibir los saberes milenarios de su pueblo y defenderlo de la nefasta venganza del Chusko, el chamán de alma negra.
Y como consideración especial y en exclusiva para Amazing Stories, Cristian me ha permitido publicar el primer capítulo de la primera novela.
1
Aquella mañana de abril, jugaba «penales» junto con Pedro y Felipe, en una calle lateral del consultorio de Taita Wairi. Todo el pueblo sabía que el yachac descansaba en la mañana y atendía a sus pacientes en la tarde. En múltiples ocasiones se había enojado con los pueblerinos, que habían intentado interrumpir su descanso mañanero. El juego de pelota que practicábamos con mis amigos consistía en disparar cinco penales y ganaba aquel que hacía la mayor cantidad de goles. Jugábamos uno contra uno. El campeonato lo hacíamos a través de una eliminación simple. El que ganaba se coronaba «Rey de los penales». Aquel día había llegado a la final.
Recordé que en la mañana mi madre me había dicho que llegara temprano para almorzar. Sí obedecía, tenía que irme y perder mi turno. Era una decisión difícil. Con mucho esfuerzo había ganado a Felipe y estaba en la final. Jamás había ganado el campeonato. Decidí jugar y arriesgarme a la reprimenda de mi madre.
Pedro era el arquero. Mi primer disparo se elevó demasiado y pegó en el tejado rojo de la casa de uno de los vecinos.
—Es fútbol, no es cacería de pájaros –comentó Pedro, riéndose a carcajadas.
Me enojé por la burla de mi amigo. Me propuse quitarle su risa sarcástica. Apunté y pateé con toda mi energía. Sorprendido y asustado, divisé la trayectoria que tomó el balón: un tiro directo y franco a la ventana de la casa de Taita Wairi. Pedro y Felipe se miraron con mucho nerviosismo.
—Lo vas a lamentar –dijo Felipe con voz temblorosa.
La pesada puerta del consultorio del yachac se abrió despacio. Volteé mi mirada, queriendo hallar fuerza en mis amigos. Pedro y Felipe habían huido. Se habían ocultado detrás de las casas de los vecinos. Me enfrentaría solo al regaño del viejo.
Taita Wairi se quedó en el umbral de la puerta. Pude observar su rostro agrietado, sus ojos negros y su cabello largo. Llevaba puesto un traje blanco de tela delgada. De su pecho, colgaban varios símbolos de bronce y madera. Me miró inexpresivo, examinándome como sí mirara más allá de mi cuerpo. Frunció su boca y volvió a introducirse en su consultorio, cerrando la puerta con fuerza.
Pedro y Felipe salieron de su escondite con prudencia.
—¿Por qué me dejaron solo? –les pregunté.
—Me dio mucho miedo –contestó Felipe-. Con tantas historias acerca de Taita Wairi que me han contado mis papás, no me atrevo a molestarlo.
Felipe nunca se aventuraba. El miedo frenaba cualquier iniciativa de arriesgarse más allá de la cuenta.
—Si el yachac no te dijo nada –comentó Felipe, pateando la tierra de la calle-, es mejor que te cuides.
—Ese viejo es capaz de hacerte pasar cosas terribles –acotó nervioso Pedro-. Acuérdate lo que le pasó a Mario Uma.
—Pero ese hombre se lo buscó –dijo Felipe.
—Eso es cierto –repuso Pedro-. Mario Uma insultó al yachac y por eso mereció lo que le hizo padecer.
—Recuerdo que mi papá decía que Mario parecía un muerto viviente –agregué-. Sufría porque el yachac le había dejado sin poder dormir.
—Mario Uma tuvo que rogar al yachac por dos días seguidos para que le disculpara –concluyó Felipe.
—La rotura del vidrio no es igual a lo que hizo Mario Uma –aclaré.
—No sé, Awi –dijo Pedro-. Quién sabe qué puede hacerte.
Los comentarios de mis amigos alteraron mis nervios. Sabía que había sido el responsable de haber violado la principal regla del viejo yachac.
Cuando llegué a la casa, mi madre me reprochó que nunca le obedecía, que la siguiente vez me dejaría sin almuerzo y así aprendería a llegar temprano. Le pedí disculpas. Las aceptó y me indicó que almorzara.
En la noche, la temida venganza acudió a mi propia casa. Eran las ocho cuando escuché dos golpes secos en la puerta. En la cocina, mi madre cocía papas, choclos y una porción de habas. Mientras tanto, en el patio, mi padre arreglaba su bicicleta. Yo atendí la puerta. Cuando la abrí, me envolvieron los penetrantes ojos de Taita Wairi.
—¿Y tu papá? –dijo el viejo.
Mi temor actuó como un relámpago ciego. Elucubré que el viejo Wairi había venido a la casa para delatarme con mi padre. Era seguro, que mi castigo sería fuerte y lamentaría mi mala puntería. Quizás el balón que había pegado con toda mi energía sobre el vidrio de la ventana, había ingresado al consultorio y destruyó todos los frascos de los brebajes y pociones. No tuve tiempo de pensar dos veces.
—Pasa, Taita Wairi –dijo mi padre con familiaridad, que había aparecido de imprevisto.
El yachac entró en mi casa. Noté que en la mano tenía su báculo. Lo examiné con detenimiento. El objeto era de armiño y caoba con incrustaciones de oro y plata; y en su cacha, estaban talladas las figuras de Pachakamak y Llamapuni.
—¿A qué debo tu visita, Wairi? –preguntó mi padre.
Advertí que los ojos de mi padre se posaron en el báculo del yachac. Sabía que no era una visita ordinaria, que el viejo Wairi debía comunicarle un hecho importante. Me puse más nervioso.
—La noche es fresca, Juan –dijo el yachac-, y quiero que me acompañes a dar un paseo.
—Bueno, Taita Wairi –respondió amable mi padre.
Ambos salieron de la casa. En los siguientes minutos, mi intranquilidad atrapó mi mente. Mi culpabilidad de la travesura hizo que pensara en las cuestiones más nefastas. Caminé de un sitio a otro de la casa. A mi madre le llamó la atención.
—¿Te sucede algo, Awi? -dijo, mientras colocaba los cubiertos en la mesa del comedor.
—No, mamá -dije, tratando que ella quitara de su cabeza la idea de que me hallaba en algún problema.
Me puse a ayudarle en la mesa, poniendo el frasco de sal, el pote del ají y los vasos. Mi padre abrió la puerta. Su rostro delgado y de pómulos salidos mostraban cierta molestia. Me miró durante varios segundos.
—Lo siento –dije, adivinando el motivo de su molestia.
Mi padre frunció el cejo. Era evidente que no sabía el motivo por el cual le había pedido disculpas.
—Arma tus maletas, Awi –ordenó.
Me quedé paralizado. Mi madre entró en la sala, mirando la escena entre padre e hijo.
—Durante dos días acompañarás a Taita Wiari –me indicó mi padre-, en su recorrido por el páramo de Mojanda… Sales a las cuatro de la mañana.
—¿Por qué? –murmuré.
—No preguntes mucho… Taita Wiari quiere que le acompañes.
¿Acompañar al yachac?, me dije.
Tragué saliva varias veces. Había oído de las excursiones que solía realizar el yachac. En el pueblo se decía que cada vez que, el viejo Wairi recorría el páramo le sucedían hechos misterios y de mucho peligro.
—Sólo tengo diecisiete años –dije.
—Deja de rezongar –intervino mi madre-. Taita Wairi te pidió que hagas ese viaje… Él debe tener sus motivos.
Miré los ojos diáfanos de mi padre y el rostro lleno de satisfacción de mi madre.
¿Acaso es mi castigo por la ruptura del vidrio?, me dije.
Me di media vuelta y fui a mi cuarto a preparar la mochila para la travesía que iba a hacer con Taita Wairi