Recientemente recordamos el 90 aniversario de presentación de la película alemana Metrópolis (1927) de Fritz Lang, con base en un guion de Thea von Harbou.
Metrópolis es hoy un clásico del cine la ciencia ficción en el subgénero de la distopía. Para el momento de su presentación la ciencia ficción distópica ya tenía sus representantes, sobre todo en la literatura, con obras de Émile Souvestre, Le monde tel qu’il será (1846); de Julio Verne, Les Cinq cents millions de la Bégum (1879); de H.G. Wells, The Time Machine (1895); de Jack London, The Iron Heel (1907); de Karel Capek, R.U.R. Rossum’s Universal Robots (1920); e incluso, la novela de Franz Kafka, Der Process (1925); entre otras. Metrópolis, en el campo del cine, es quizá la primera distopía, aunque ella parte de una novela previamente publicada por von Harbou en 1926, la cual, por otro lado, se conoce, fue presentada como un folletín en 1925. Al parecer las obras de Wells y Capek fueron las que inspiraron algunos de los pasajes de la novela de von Harbou. Por su parte, Lang reconoció en su momento que la idea de Metrópolis le nació de la visión de los rascacielos que vio cuando llegaba a Norteamérica.
Se puede decir que la película de Lang ha tenido más memoria que el libro de von Harbou. Esto no quiere decir que la novela haya sido completamente olvidada, sino que el film ha trascendido más por la propuesta estética que tenía, confirmada por imágenes memorables, sobre todo la representación de la ciudad futurista, la dicotomía del mundo subterráneo poblado por obreros frente al mundo de exterior de gente que vivía del placer, además de la robot-mujer quien se convirtió en un ícono de lo que hoy podríamos denominar el simulacro tecnológico.
Un mundo distópico
Distopía se opone a la idea de utopía. Esta última palabra fue acuñada por Thomas More en Utopía (1516), insinuando un lugar no existente, la representación de un mundo posible distinto a la realidad. More a su vez partía de la ideación filosófica de Platón de La República, libro-tratado que edificaba una ciudad ideal de palabras que implicaba un sistema político y social que se pretendía justo. Utopía, de este modo, puede considerarse, como una especie de lugar justo, opuesto a la vida real que es visto como injusto. Las visiones de lugares distintos a la realidad, a las realidades problemáticas, edificaron propuestas literario-políticas que pretendían dar luces y soluciones para mejorar el estado de cosas que se vivían en el momento que ciertos pensadores querían intervenir en la discusión política. La Utopía de More, sin duda, fue un texto fundamental para la Modernidad, pero el del Platón fue el iluminador para todos los proyectos de utopías fundacionales que, sobre todo, poblaban el mundo de la literatura del siglo XIX y principios del XX. Para Latinoamérica la influencia de More fue importante también. Un libro de Rachel Haywood Ferreira, The Emergence of Latin American Science Fiction (2011), estudia cómo la utopía moderna también pobló las discusiones para la construcción de la nación. Es ella quien postula la idea de las utopías fundacionales como correlato de las ficciones fundacionales.
Frente a las utopías, género literario también enclavado en la ciencia ficción, se escribieron las distopías. Si las utopías postulaban lugares inexistentes como ideales de sociedad, las distopías aparecieron como las antítesis de las utopías. Tanto utopías como distopías, sin embargo, nacen de la realidad del momento; en un caso como posibilidades de conjuración de las realidades problemáticas, en otro como miradas negativas acerca de la realidad existente. Las utopías miran en la realidad intersticios que lleven a su mejora o superación; en tanto, las distopías se pretenden cerradas, como mundos posibles desesperanzadores, sin futuro real.
Metrópolis es una distopía porque su trama no parte de un mundo posible ideal, sino que este es más bien confrontado por el mundo subterráneo que es opresivo. En las utopías, los autores tratan de justificar la ficticia realidad de ese mundo “otro” poblado por posibilidades y por aciertos determinados, además, por las ciencias y las tecnologías. En las distopías, como Metrópolis, un hecho fortuito, la irrupción de una mujer del mundo suburbano obrero, en el paraíso de quienes viven del confort y la despreocupación total, hace que el hijo del más poderoso y rico de Metrópolis, se adentre a ver la realidad de ese mundo “otro” del que ignoran sus semejantes. La toma de conciencia que hay un submundo de seres reducidos a entidades maquinales que sirven para mantener el statu quo hace que el hijo inocente del paraíso quiera unirse a ese otro mundo para liberarlo de sus ataduras. Pero, como toda distopía que se precie, el poder es más fuerte y más determinante que toda voluntad individual, hasta socavarla.
Digamos que la distopía de Metrópolis es un mundo posible intolerable precisamente por la distinción que hace Lang de las dos realidades que se oponen: claramente el mundo de arriba refleja a una burguesía despreocupada de todo, que se sirve de la fuerza de trabajo de otros y lo que ella genera desde abajo, desde el mundo subterráneo que es de obreros oprimidos. Se trata de dos mundos donde el de la parte inferior señala la distopía, porque pone de manifiesto las condiciones de desigualdad, de esclavitud, de subsunción, en definitiva, de injusticia. En la parte subterránea de la ciudad está la máquina a la cual sirven los esclavos a quienes se les extrae su energía; tal condición determina que si hay un esclavo hay también un amo o una sociedad opresora que, además, vive estupidizada por su propia condición, de vivir solo del consumismo y del placer. La tensión entre ambos mundos hace aparecer, en consecuencia, unos dominadores y unos dominados, donde los dominadores gobiernan cruelmente la máquina social subterránea.
¿Dialéctica de la opresión?
Metrópolis al parecer se reviste de complejidad por la representación de la tensión entre mundo obrero oprimido y mundo burgués opresor. Cabría decir que la exagerada contraposición entre mundos la hace más bien esquemática y sencilla, e incluso romántica, en sentido de inocente. Tanto el joven burgués que se enamora de la bella obrera y esta son edulcorados. El uno se da cuenta que hay un mundo opresivo que es otro; para él es un descubrimiento, llevado por su buena voluntad; incluso su desencanto hacia el mundo que vive es tal supone una especie de renuncia romántica: él cambia sus ropas con la del oprimido. La otra es activista, pero su lucha a la final es lograr restablecer el equilibrio del mundo en general. El salir de sus realidades a otras les hace concienciar de sus condiciones de existencia.
En este punto Lang lo que hace es reflejar la realidad que Alemania y Europa estaban viviendo y la amenaza de la posible expansión de la revolución socialista que había triunfado en Rusia en 1918. Asimismo, ese mundo donde el discurso del progreso técnico y de la vida de bienestar moderno prevalece, ahora se desestabiliza con esa atmósfera decadente y opresiva que preanuncia la posterior crisis social y económica que vivirá Alemania, preludio a la llegada al poder del nazismo (de hecho, el historiador Sigfried Kracauer estudió el periodo y las derivaciones en el cine en: From Caligari to Hitler: A Psychological History of the German Film, 1947). Desde ya, la atmósfera cargada de cierta oscuridad estaba siendo ya preanunciada por el expresionismo en la imagen donde pretende situarse Metrópolis y el cine alemán de época. La representación de una ciudad opulenta que esconde a un mundo oscurecido y angustioso es lo que caracterizará a muchas de las películas alemanas y más aún a Metrópolis. Sin embargo, lejos de situar ese estado de inquietud en mundos apartados, Lang redibuja Alemania o Europa en una metrópolis que, como su nombre lo indica, se pretende núcleo de la vida, madre generadora del trabajo. El problema está en que, en su seno, hay unas formaciones sociales que se han apartado de su destino histórico y otras han sido encarceladas por su condición de esclavitud. La amenaza de que los pobres puedan tomarse la ciudad, la polis, es lo que refleja la película.
¿Es una película política? La sola representación de dos mundos opuestos, la exhibición de una especie de lucha de clases, la idea de una insurrección de las masas oprimidas, la toma de conciencia de sus representantes, tanto burgueses como proletarios, nos daría cuenta que en efecto es una película política. En sí, la sola mención a la distopía nos pone también en el plano de lo político, porque si en la distopía la injusticia prevalece, la toma de conciencia y la discusión por otra historicidad es inmediatamente posible. Sin embargo, ya con la lejanía de los años, Metrópolis más bien nos asemeja como un film que esquematiza, que vacía de contenido político a los problemas y discursos que posiblemente pesaban sobre la vida de los alemanes de su tiempo.
De este modo, hay un problema en la película: la tensión entre su puesta en escena, entre su calculada representación que se expresa en la imagen, en la belleza de las tomas, en la arquitectura de la ciudad, y la aparente denuncia de las condiciones de un tipo de sociedad de bienestar que ha esclavizado a la fuerza que le mantiene viva. En este segundo aspecto, muchos coinciden que Metrópolis es un cuento de hadas donde se pretende la comunión entre opresores y oprimidos (quizá para el caso es interesante leer a Pilar Pedraza y su estudio, Fritz Lang, Metrópolis, 2000, donde además hay testimonios y documentos de época).
Lo maquínico
A pesar de lo dicho, Metrópolis sigue siendo sugerente y eso la eleva a ser un clásico fundamental. Y quizá más porque pone en evidencia el papel de la máquina. En el industrialismo la máquina era la promesa de futuro. En Metrópolis la máquina es esclavizante, es devoradora (es el Moloch, pronunciado en un momento por los despavoridos obreros del submundo), es la que ha dominado al ser humano hasta volverlo también en un autómata, un ser sin esencia, un ser que aspira solo la muerte; ¿hay acaso acá una especie de anticipación a los campos de concentración nazis?
Lo más llamativo, sin embargo, es esa otra máquina diseñada antropomórficamente, el robot, en realidad una robot-mujer. De hecho, esta encierra unas perversas connotaciones. Si metrópolis es la ciudad matriz, es la madre de la comunidad, etc., su parangón pareciera ser precisamente tal robot-mujer, una sensual y fría máquina que luego tomará el lugar de la heroína, María, desvirtuándola hasta convertirse en una especie de degeneración de la mujer. A su vez María es una muchacha desprovista de sensualidad, pero dotada de una belleza e inocencia: cuando se aparece de súbito en el portal de la ciudad exterior, rodeada de niños pobres, en cierta medida también está señalando a la Virgen María. ¿Misoginia, por un lado, al connotar a la mujer como una máquina malévola? ¿Desvirtuación del simbolismo de la Virgen? En todas estas representaciones creo que no hay nada de inocente, sino de una marcada estereotipización que esconde una cierta ideología materialista.
Pero, volviendo al tema de lo maquínico, digamos que la robot-mujer, la máquina, representa en sí la dominación y la subsunción por la vía de su propio poder generador: seduce y captura. Tanto el Moloch como la robot-mujer representan lo mismo; solo que para el mundo del opresor es el medio para aplacar el deseo de insurrección, mientras que, para el otro, el mundo del oprimido, es el camino de la muerte. Lo maquínico, de esta manera, sintetiza la distopía del mundo que pretendía desnudar Lang; por ello es que su “cuento de hadas” termine apuntando a lo romántico, es decir, el volver a mirar el origen, a la naturaleza, al mundo del mito. Por algo, Fritz Lang también contó en dos partes la saga de los Nibelungos (Die Nibelungen: Siegfried y Die Nibelungen: Kriemhilds Rache, filmadas entre 1922 y 1924), la saga que remite al origen del pueblo de su pertenencia.