Erídano Suplemento deAlfa Eridiani nº 25
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Hoy les ofrezco por gentileza del autor y de José Joaquín Ramos de Alfa Eridiani, un fragmento de la novela Crónicas de la tierra mestiza. No es la primera vez que se presenta una obra que habla de un supuesto origen extraterrestre del antiguo Egipto, sin embargo esta novela nos ofrece otra perspectiva, pues tanto los egipcios como los Loo se encuentran por una fatalidad en un planeta distinto. No es de extrañar que la diferencia de razas cause conflictos y alianzas. Es así como el frágil equilibrio de la tierra mestiza se encuentra en las manos de un jardinero y de unas flores amarillas…
Novela que atrapa desde el primer momento, con unos diálogos fluidos y verosímiles, que nos hacen sentir todas las intrigas, traiciones y pasiones de los protagonistas. Y como cereza al pastel, se puede descargar gratis.
PRÓLOGO: EL ESTANQUE
146 d.A. (146 después de Akhenaton)
He venido a tomar posesión de mi trono,
a que se reconozca mi dignidad,
pues todo esto era mío antes
de que existierais vosotros, los dioses;
así pues, bajad y colocaos detrás de mí,
porque yo soy un mago.
Texto de los sarcófagos
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La Reina-madre Constelación era la última de los Primeros, de aquellos que fueron llevados desde su planeta de origen hasta la Tierra Mestiza.
Cuarenta mil humanos y quince mil Loo habían despertado un día en las arenas de un nuevo mundo aún por descubrir. De eso hacía casi ciento cincuenta años. Toda una eternidad durante la cual se habían gestado odios, envidias, intrigas, asesinatos y, por fin, devastadoras guerras, heredadas como una plaga de generación en generación. Los que más sufrieron fueron las mujeres y los niños, que murieron diezmados en los primeros años del conflicto. Al fin, al oeste, al borde del Desierto Occidental, se habían asentado los Puros, un pequeño grupo de humanos supervivientes. Al sur, buena parte del pueblo Loo, los más belicosos e irreductibles, amantes de las antiguas tradiciones. En el centro y el norte estaban los mestizos, machos humanos y hermafroditas Loo unidos en un principio para paliar la falta de hembras en un mundo sin diversidad genética, para finalmente convertirse en una nueva raza destinada a gobernarles elevándose por encima de los prejuicios y las disputas.
Pero la guerra nunca había cesado. Cada año morían los mejores de cada grupo, y sobre el futuro de un nuevo mundo planeaba el fantasma de la destrucción. Constelación lo sabía mejor que nadie. Su primogénito y Rey, Rameses, acababa de perder en la última batalla de un conflicto que no terminaría jamás a menos que encontrase la manera de poner freno al destino que les acechaba.
El destino. La vieja Reina lo sabía todo acerca de las negras y tortuosas simas que rodeaban la montaña del destino; recordaba cada bifurcación, cada oportunidad perdida, cada celada que sus enemigos habían orquestado para destruirla. Lo recordaba todo, sí…, y buena parte había elegido olvidarlo. Había olvidado que ellos, la clase dirigente Loo, habían llegado a la Tierra Mestiza antes que ninguno de los otros Primeros. Con sus propios ojos había visto a los seres que les habían traído hasta allí. Les miraron y entonaron telepáticamente: Tenéis otra oportunidad. Y luego hablaron de los árboles de Nlòplal amarillo. Aún sentía arcadas cuando en sueños volvía a entrever aquellos cuerpos nudosos, sangrantes, cubiertos de úlceras y tumoraciones que supuraban un humor negro hasta el suelo. Eran una raza moribunda que, en último esfuerzo, había salvado a otros por no poder salvarse a sí mismos. Así, al menos, lo entendió Constelación. Ninguno de los otros Loo de la casta dirigente volvieron a referirse a aquel breve encuentro con los Moribundos y pronto se convirtió en un tabú cuya violación se castigaba con la muerte.
Pero nunca nadie lo había violado y, ahora, solo ella sabía la verdad.
Los humanos y el resto de Loo llegaron a la mañana siguiente; pronto, la rueda del destino comenzó a girar, lenta o rápida, directa o sinuosa, pero siempre camino de este presente donde ella, una alienígena, se había convertido en la Reina y regente del destino de casi medio millón de almas mestizas. Constelación esbozó una sonrisa de afilados dientes, y sus pequeños ojos, sin párpados, brillaron a la luz del sol. Estaba desnuda, en un balcón del Doble Palacio donde residía. Sus súbditos lo llamaban Balcón de las Apariciones, pues desde él se dirigía al pueblo durante las festividades más solemnes. Se asomó y, desde la balaustrada, pudo ver a los robots porteadores llevando en parihuelas a sus dos hijos, que regresaban de su viaje nupcial. Solo era uno de los muchos sacrificios que habían tenido que hacer con los humanos. Constelación, en realidad, no apreciaba esa obsesión por la corrupción de la sangre real que tanto preocupaba a algunos de sus súbditos y hubiese preferido que sus hijos no se casasen entre ellos, pero era una costumbre arraigada en aquel pueblo llamado –ah, ¿cómo le habían explicado que se denominaban a sí mismos antes de llegar a la Tierra Mestiza?– Kemit, egipcios, eso era.
Los humanos provenían de una ciudad llamada Horizonte de Atón. Un lugar que, de la noche a la mañana, se había convertido en una ciudad fantasma después de que sus cuarenta mil moradores fueran arrancados de su planeta y transportados hasta allí. Por desgracia, su líder, Akhenaton, había muerto durante el tránsito. Se rumoreaba que solo él, al igual que la casta dirigente de los Loo, estuvo en contacto con los seres que les habían dado aquella segunda oportunidad. Ojalá hubiera podido conocerlo, pensó la Reina-madre. Ella sabía mucho más que nadie de aquella abducción; siempre estuvo segura que Akhenaton planificó, junto a los Moribundos, el nacimiento de la Tierra Mestiza. No en vano aquel planeta había sido terraformado a imagen y semejanza de Egipto, y no de la patria de los Loo, el planeta Biwoses, cuyas ciudades-estanque, verdaderos viveros semisubterráneos, habían sido homenajeados con la construcción de más de un centenar de pequeños lagos artificiales, estratégicamente ubicados a lo largo de aquel planeta. Solo ese gesto había tenido sus salvadores hacia ellos, y así, cada mañana se zambullían en aquellos estanques como homenaje a su mundo de origen, dando gracias por haber sobrevivido. De hecho, los Loo se llamaban a sí mismos Biwoses, los que existen, o, más exactamente, los que subsisten.
—Perdone, Majestad.
Reconoció la voz al instante. El Superintendente de los Calabozos estaba postra-do a sus pies. Un tipo enjuto, con la cara picada, al que le aterrorizaba tanto su cargo como el haber de enfrentarse a una soberana de casi dos metros de piel carmesí, escamosa y nervuda. Constelación corrió a buscar una túnica, cuya forma imitaba el caparazón de una tortuga, y se vistió por la cabeza. Su gesto no pretendía disimular la contrariedad que sentía por que aquel idiota osase interrumpirla en un momento privado de reflexión.
—¿Qué sucede ahora? —ladró, con los ojos vidriosos de ira.—Siptah, se ha quitado la vida, mi Señora —tartamudeó el sirviente, y desenrolló para ella un RLV.
—¿Suicidio, dices? —Constelación acercó una falange carnosa a la pantalla del rollo de lectura virtual y este se encendió. Leyó unas líneas y lo dejó de lado—. Sabes que odio estos trastos —objetó, mirando de soslayo a su sirviente.
—Pero lo que hay escrito es muy importante, señora. Le ruego que prosiga la lectura, o que lo escuche al menos. ¡Es la confesión que hizo el mago antes de suicidarse!
La magia, sí, otra de esas terribles costumbres humanas primitivas, pensó la Reina. A los Loo no les fue fácil entender el pensamiento mágico que atesoraban los egipcios. Ellos eran un pueblo tecnológico, de convicciones dualistas, creyentes de que el bien y el mal eran fuerzas antagónicas pero igual de poderosas, padre y madre de su civilización. Muy pronto, los credos de ambos pueblos chocaron de forma trágica. A Constelación le constaba que algunas de las guerras se habían iniciado por la intolerancia. Pero ella había conseguido reunir en un solo pueblo dos razas, así que no se amilanó ante el reto de fusionar magia y religión con ciencia y filosofía. Ahora, los Loo estaban integrados en el complejo culto pagano de los egipcios y asistían a todos sus estúpidos rituales. A cambio, la magia, mucho más peligrosa, en tanto adversario directo de la ciencia, se había ido debilitando lentamente bajo su regencia. No estaba prohibida, pero ya no gozaba del prestigio de antaño. En realidad, agonizaba. Solo quedaba un único mago vivo en toda la Tierra Mestiza, y acababa de morir por su propia mano.
—Mi hija, Nube, se apenará mucho cuando lo sepa —dijo Constelación, sabedora del profundo afecto que se profesaban.
Y entonces sus pensamientos volaron de nuevo de la balaustrada a los jardines, por donde avanzaba el cortejo real. Tuvo miedo por el niño-Rey y la Reina-consorte. Pronto, en un par de años, abdicaría sobre el joven Tutmose y dejaría de ser Reina-regente. Era una anciana, y sus fuerzas comenzaban a flaquear. Aunque llevaba diciendo eso mismo hacía décadas.
¿Qué sería de la Tierra Mestiza cuando ella faltase?
Sobre el autor: Javier Cosnava nació en Hospitalet de Llobregat, aunque reside en Oviedo. Ha publicado en papel 4 novelas como escritor en editoriales tan prestigiosas como Dolmen o Suma de Letras, 5 novelas gráficas como guionista y ha colaborado en 8 antologías de relatos: 7 como escritor y 2 como guionista.
Ha ganado hasta el presente 36 premios literarios, algunos de prestigio como el Ciudad de Palma 2012, el Serra i Moret de la Generalitat de Cataluña o el Haxtur a la mejor novela gráfica publicada en España.