(Este trabajo es parte de una investigación sobre la narrativa fantástica peruana que la Universidad de Lima publicará el próximo año y que el autor ha realizado junto a Carlos López Degregori y Alejandro Susti).
2.3 El quiebre temporal en “El árbol perdido”
La última y más explícita inquietud de Durand en su construcción de lo fantástico es la fractura del tiempo o la transgresión de su flujo normal. El tema es frecuentado en Desvariante, en consonancia con su desarrollo y tratamiento por parte de autores canónicos hispanoamericanos, como los ya mencionados Borges, Bioy Casares y Cortázar, quienes trabajan modelos y estructuras que van de los planteamientos “clásicos” del asunto (los dos primeros) hasta elaboraciones más atrevidas e innovadoras, como los relatos de Cortázar, a la manera de “La noche boca arriba” o “Todos los fuegos el fuego”. En la narrativa peruana contemporánea de Durand, lo han practicado con brillo Ribeyro, Buendía y Adolph en diversos momentos de su producción. Estos quiebres suelen, en muchos casos, involucrar al espacio (Cfr. HONORES 2010: 195), que termina siendo igualmente objeto de un entredicho relativizador que induce a la vacilación exigida por Todorov en cuanto a que es lo fantástico propiamente dicho y lo que se ubica en las proximidades.
En el caso de José Durand, relatos como “La cita”, “Desvariante” y “Ensalmo del café”, siguiendo usos no ortodoxos, combinan, en diversos grados, las situaciones desestabilizadoras del tiempo que involucran, de un modo u otro, la fractura del espacio. Sobre el primero de estos textos, Martínez Gómez (1992) emite juicios extensivos a los restantes en relación a personajes que experimentan un cambio en la percepción del tiempo, es decir, se instalan en un cauce alterno que sigue su propio curso:
En este relato en que las imágenes del sueño y la vigilia no parecen distinguirse, el protagonista experimenta un tiempo subjetivo perezoso, lento, en relación al tiempo de los relojes, durante un breve trayecto en un autobús urbano. Al privilegiar el tiempo subjetivo se anulan las fronteras entre los sueños y la realidad: se transgrede el orden cíclico de la noche y el día y el ritmo natural de la existencia para vivir la vida como un sueño permanente (151).
El cuento que cierra el volumen, “El árbol perdido”, sin apartarse necesariamente de las premisas anteriores, encara la desviación del curso normal del tiempo, sumando a ello elementos que se apoyan en la memoria y en su ejercicio constante que tiende a reconstruir un estadio anterior. Aquí, el tiempo subjetivo queda enmarcado por la búsqueda persistente del pasado que encarna Alberto, el protagonista, obsesionado por el recuerdo de su padre, un famoso botánico de apacible y metódica existencia, en contraste con los intereses más prosaicos de la familia. Alberto, por el contrario, es el único de sus hijos con quien mantiene una profunda comunicación en torno de sus descubrimientos y su visión del mundo. Ese es el eje de la narración, que incluye además una suerte de “educación sentimental” (determinada por la aparición de Cecilia) en paralelo a la expectativa que Luis Hinojosa ha creado en torno de un misterioso árbol que hijo y padre vieron crecer, una especie nueva sobre la que el estudioso publicará un libro.
La simbología de este ser vegetal es muy rica en la historia de la cultura y de las creencias religiosas, como lo describe Juan Eduardo Cirlot en su consultado Diccionario de símbolos. Esos componentes antropológicos que subyacen al texto le insuflan otra dimensión a la experiencia del muchacho, quien poco a poco deberá “iniciarse” en la vida adulta, evocando la idea del “viaje” como una serie de fases a través de las cuales el sujeto crece como persona y se hace más sabio. Otra de las claves de lectura es, sin duda, la imagen del árbol como la conexión del cielo y de la tierra, una especie de puente o puerta que en el cuento de Durand será la conexión con el pasado -su rescate del olvido-. Esa vía será atravesada no sin dolor por el protagonista que, a su vez, será la ruta del conocimiento: a medida que avance en su recuperación de la memoria, habrá alcanzado la sabiduría, la capacidad de discernir sin extravíos. En tercer término, según observa Cirlot, el árbol es una representación de la vida del cosmos y su capacidad de regeneración.
La estructura del discurso narrativo es retrospectiva: se inicia con el personaje principal paseando por el huerto de otra casa, años después de lo vivido junto a su padre, y luego, se inserta un flash-back, para un retorno al punto de partida en los fragmentos conclusivos del relato. Alberto tendrá que enfrentar pruebas severas; la primera de ellas será la partida de Cecilia, quien se trasladará a otro lugar de residencia. La ruptura forzada y el fin del primer amor para Alberto también significarán su ingreso la vida adulta y a las responsabilidades propias de la carrera universitaria por la que ha optado. Tendrá que abandonar forzosamente el paraíso idílico de su infancia. A ello seguirán otros bruscos quiebres, como la muerte de su padre y el silencio definitivo de Cecilia, con quien no volverá a comunicarse, salvo una vez y por carta. La narración en tercera persona, focalizada desde la mirada de Alberto, se construye sobre esta secuencia de desilusiones que poco a poco distancian al personaje de los días felices de su infancia, cuando fungía de “cómplice” muy enterado de las búsquedas de su padre, que trascendían lo meramente científico para convertirse en una comprensión del sentido de la vida y su conexión con el cosmos.
La lenta distorsión del orden temporal, que se filtra de manera imperceptible, ocurre cuando el protagonista, en su reencuentro después de años con la familia (esta se ha trasladado a otro domicilio), se entera de que la casa entrañable ya ha sido vendida, decisión ante la cual él se había resistido. El pasado se desarticula, por cuanto todo lo relacionado con él es negado a través de los actos de sus familiares, que tratan de huir de los recuerdos y de todo lo que se vincule con ellos. Así, Alberto emprende un viaje emocional en una trayectoria opuesta a la del resto; su última visita a la casa de su niñez, ocupada por sus nuevos propietarios, es la primera estación:
Se precipitó por la entrada lateral, rodeó la casa y de pronto se detuvo. Lo que tenía enfrente era un jardín japonés. “Ha costado mucho trabajo y mucho dinero hacerlo pronto.” No quiso saber de quién era la voz. Recorrió el lugar en todas direcciones. El árbol ya no existía. (DURAND 1987: 105)
Mientras la familia, indiferente a las angustias de Alberto, se mantiene por completo al margen, concentrados en el presente, el
protagonista intensifica la necesidad de trasladarse en el tiempo tan solo valiéndose de la nostalgia y de una desesperación creciente ante el riesgo de perder esa existencia arcádica de sus primeros días. Un segundo puerto de tránsito es la infructuosa búsqueda del libro escrito por el botánico, que por fin desentrañaría la identidad del elusivo árbol, que ya se revela como la principal obsesión, enigma no resuelto que al final cerraría el círculo y otorga significado integral a las peripecias: el reencuentro con el padre desaparecido. La ausencia de los originales y de pistas en torno del destino del volumen impulsa el traslado de Alberto a otras latitudes, llevando consigo la tenue esperanza de encontrar el árbol. El transcurrir de los años no destruye ese deseo; por el contario, parece intensificarlo. La familia que ha formado también manifiesta la actitud displicente de su madre y hermanos. Es esa voluntad del sujeto la que propicia, en el cierre del cuento, la reaparición de aquello que lo desvelaba. En una casa y huerto, similares a los de sus primeros tiempos, cree ver el árbol, joven, ya aludido en el segmento inicial del texto -antes del largo pasaje retrospectivo-:
Apareció por fin, más allá de su fe. Otra vez ante el árbol, ahora de juventud inexplicable. Así era. Sobreviviente ignorado, como el de su padre y sus recuerdos. Quizás lo recuperó a fuerza de memoria. Había aguardado media vida, callado y terco. Más que a recompensa, le sabía a bendición, pero la inquietud apagaba su júbilo. Cerraba los ojos, cavilando, y volvía a mirar. Faltaba el libro de su padre. Otros completarían el hallazgo, ya habría cómo. (DURAND 1987: 107)
La distancia geográfica y, sobre todo la afectiva en relación a los suyos -brecha que se incrementó con el transcurrir de las décadas-, han propiciado, por parte de la memoria anhelante, una reconstrucción minuciosa del árbol, esquivo e inubicable a lo largo de la existencia del personaje principal: una quimera en la que cifró todo su proyecto vital. El azar conduce a Alberto a una especie de “descubrimiento” inesperado o de estado iluminativo, en el cual las piezas se han unido, finalmente. La indeterminación (el mismo protagonista no asegura que sea el mismo árbol, lo que mantiene la situación dentro de un marco de duda) que impregna a los últimos instantes (reconciliación del sujeto con su identidad) pierde terreno ante otro rescate: Alberto, luego de una evocación melancólica del amor ya remoto, ve otra vez a Cecilia, cuyo recuerdo es inseparable del árbol, lo mismo que el padre. Esta epifanía, donde la niña aparece sonriendo, convence al protagonista de su retorno al pasado, y además de lo inevitable: él ya es otro y en eso no hay marcha atrás.
I. CONCLUSIONES
La significación de la obra de José Durand para la literatura peruana, y en especial, la narrativa fantástica, es de gran relevancia. Conocedor erudito del género, los relatos de Desvariante recogen con originalidad los grandes temas de la corriente, enriqueciéndolos no solo con una utilización privilegiada del lenguaje, sino además con un sutil manejo de las referencias culturales sobre las que se edifican las ficciones. Su mirada abre un espacio para el humor basado en lo paradójico y se desplaza con soltura de lo fantástico propiamente dicho a lo insólito o, incluso, a lo real maravilloso. Eso demuestra su eclecticismo formal y de contenidos.
Dentro de la llamada Generación del 50, Durand, como otros autores de importancia, fue uno de los responsables de introducir tratamientos y enfoques muy distintos de las prácticas narrativas imperantes en el Perú durante medio siglo. Impulsa lo fantástico a un territorio más autónomo y diferenciado que en períodos anteriores, aunque, como ocurre con la mayoría de sus compañeros de ruta, el sistema literario lo desplazará a casilleros periféricos y subordinados a la hegemonía del realismo, que aún por varias décadas será considerado por la institución como la estética dominante. Sus vínculos con escritores de la talla de Monterroso o Arreola influyen mucho en la construcción de su identidad artística.
Junto a libros fundacionales, como Cuentos malévolos, de Clemente Palma, El retorno de Aladino, de José Adolph, El avaro, de Luis Loayza, y Escuchando tras la puerta, de Harry Belevan, el volumen Desvariante constituye una pieza fundamental en la formación de una corriente fantástica con identidad propia y progresiva (y segura) emergencia en la literatura peruana moderna.
Bibliografía:
DURAND, José: Desvariante. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. Tierra Firme. 1987.
HONORES, Elton: Mundos imposibles. Lo fantástico en la narrativa peruana. Lima: Cuerpo de la metáfora Editores. 2010.
MARTÍNEZ GÓMEZ, Juana: “Intrusismos fantásticos en el cuento peruano” En: El relato fantástico en España e Hispanoamérica. Enriqueta Morillas Ventura ed. Madrid: Sociedad Estatal Quinto Centenario. 1992
Sobre los autores:
José Güich Rodríguez (Lima, 1963) estudió Literatura en la Pontifica Universidad Católica del Perú (PUCP), donde se graduó en 1990 con una tesis sobre Juan Rulfo y obtuvo la licenciatura ese mismo año. Entre 1992 y 1995 residió en Argentina, gracias a una beca de perfeccionamiento otorgada por el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de ese país. Su investigación se centró en la obra del novelista mexicano Fernando del Paso. Se ha desempeñado como periodista y crítico en diversos medios de su ciudad natal, como el diario La República y el semanario Caretas. Es autor de los libros de relatos Año sabático (Lima, San Marcos, 2000) y El mascarón de proa (Lima, Mesa Redonda, 2006). Relatos suyos figuran en las antologías Estática doméstica. Tres generaciones de cuentistas peruanos (México, UNAM, 2005) y El cuento peruano 1990-2000 (Lima, Ediciones Copé, 2001). Ha publicado cuentos en las revistas Lienzo, Umbral, Mesa Redonda, Ajos & Zafiros, Los Noveles y Velero 25, entre otras. Escribe la columna “Desencantos” para la revista virtual de literatura El Hablador. Ejerce actualmente la docencia en las universidades del Pacífico –donde conduce, además, desde 2001, el Taller de Narrativa– y en la de Lima. Codirige la revista cultural Pié de Página. Contacto: jmpg@ec-red.com
José Durand Flórez (Lima, 1925 – † Lima, 1990) Poeta, narrador y relevante investigador y filólogo, Durand hizo estudios en el Instituto Filológico de Buenos Aires y en El Colegio de México. Doctorado en Letras en la Universidad de San Marcos, dedicó importantes investigaciones a la Literatura Española e Hispanoamericana modernas, así como a la Literatura Colonial y, dentro de ésta, al escritor peruano El Inca Garcilaso de la Vega. En 1950 el Fondo de Cultura Económica publicó Ocaso de sirenas, manatíes del siglo XVI, una antología de textos históricos y literarios en la que se entreveran la fantasía y la erudición histórica. El libro –considerado ya un clásico- sería reeditado en 1983 también por el Fondo con el título Ocaso de sirenas, esplendor de manatíes. En 1960 aparece Gatos bajo la luna y en 1987 el volumen Desvariantes. Sus contribuciones al ámbito de la filología, la investigación literaria y sobre otras artes como es la música criolla y afroperuana del Perú, son múltiples. A éstas se agrega el legado de su biblioteca personal adquirida por la Universidad de Notre Dame la cual, amén de ser una reconstrucción del tipo de biblioteca formada por El Inca Garcilaso, incluye una valiosa selección de libros sobre la historia de Hispanoamérica, cuatro incunables y docenas de códices y manuscritos originales y raros.