Contra los hispanófilos que aún en este mes de octubre –en el siglo XXI– siguen reclamando y celebrando el “día de la raza” –que por otro lado encierra una connotación racista por donde se le mire–, habría que recordar, por lo menos, a título de revisión fantástica de la historia que los aztecas se dieron la tarea de conquistar Europa y refundarla, allá en el siglo XV. Le dieron el nombre de A-méxica.
Este artículo se refiere a una ucronía, una historia alternativa, increíble pero posible, a propósito de un libro-álbum bilingüe y una vieja exposición de museo. Se trata de El espejo humeante, crónicas / The Art of Smoking Mirror, Chronicles (2003, Centro de Investigaciones Fantásticas de la Universidad San Francisco de Quito y Xupuy Ediciones) del ecuatoriano Eduardo Villacís Pastor. El libro-álbum compendia lo que se empezó exhibiendo como “pruebas” de la conquista azteca del viejo continente, refundado, reorganizado por ellos; sin embargo, el valor del libro-álbum tendría que vivirse cuando se tiene la oportunidad de visitar la exposición de las piezas y otros recursos en algún espacio de museo. “Vivir” la ucronía de la fracasada conquista española, al mando de Cristóbal Colón, el cual llega a las costas mexicanas y es apresado por migrante con papeles dudosos, gracias al cual los aztecas se hacen de un mapa del viejo continente y arman una expedición a Europa en el siglo XV, es cosa interesante para repensar hasta qué punto la historia se puede volver a contar con otros patrones y una mentalidad distinta. Villacís Pastor nos reta a eso: a comprender que el “nuevo continente”, antes Abya-Yala, hoy América, no era lo que se piensa: un continente de hombres desnudos, sin dios ni ley, el paraíso terrenal primitivo…, más bien un continente desarrollado, con civilizaciones más avanzadas en todos los planos, con sistemas y códigos totalmente distintos a los conocidos por aquel entonces.
La exhibición del museo de El espejo humeante se representó desde 2003 en Estados Unidos, México y Ecuador. Recuerdo haberlo visitado en 2014, en su última representación en el Centro de Arte, concurrida e interesante. Sí, efectivamente, allí estaba el viejo mapa de Colón y su rediseño por los aztecas para cuando colonizaron la vieja Europa renombrándola como A-méxica, es decir, el continente “Amexicano”. Estaban los documentos confiscados de esos migrantes que se estaban haciendo pasar de actores de circo, sin tener las debidas plumas ceremoniales con las que andaban los caballeros aztecas. Estaban las curiosas armas que luego fueron rediseñadas y mejoradas por los ingenieros y militares aztecas. Y, además, los dibujos y las pinturas aztecas que mostraban que la conquista por ellos sí fue real luego de 1492, con la imponente barcaza con la cabeza de la serpiente emplumada, la cual, cuando fue vista por los europeos –los nuevos “amexicanos”–, los llevó a confirmar la profecía del “Libro de las Revelaciones” –el Apocalipsis de la Biblia–, del fin del mundo, el cual abriría a uno nuevo.
El espejo humeante, crónicas, matiza y explica, hace que confirmemos con ojos azorados las evidencias del museo y de la historia. Villacís Pastor se presenta a sí mismo como el cronista, como si habría sido el que testimonia la aventura histórica colonizadora azteca. El libro-álbum, así, es una suerte de libro con dibujos, anotaciones, mapas, galería de imágenes de aztecas, vistas de la vida cotidiana de la Améxica postconquista. Villacís Pastor, en las anotaciones como cronista nos dice, respecto a la historia de la conquista de los aztecas, tras el fracaso y el encierro de Colón, que, leyendo los mapas y documentos de este, descubrieron un mundo allende el mar, como un don del dios Huitzilopochtli legara para que por fin la cultura azteca se pudiese expandir. Es así como:
“El imperio necesitaba desesperadamente más almas para los sacrificios a los dioses y más esclavos para impulsar su próspera economía. Al ver un mapa traído por los extranjeros, nuestros antepasados tomaron la decisión monumental de explorar y colonizar ese nuevo continente. «¿Cómo debemos llamar a ese territorio?» preguntó el Consejo Supremo. «Es lo que no es México», dijo el General Itzcoatl, «por lo tanto a esta tierra la debemos llamar A-méxica”.
Villacís Pastor hace aparecer con su obra la voz de una cultura, la americana, la azteca ahora decisora de su destino. Alguna vez escribí que: “Un cronista vendría a ser un actor esencial para denotar algo que, alguna realidad que, sin su presencia no se podría conocer. Subjetividad y testimonio, la crónica ha sido el medio para hacer hablar la realidad misma” –ver mi artículo: “De crónicas y cronistas”–. En efecto, denota un momento hipotético al igual que una sociedad que obra por su sentido colectivo, donde no es el conquistador individual, sino uno social el que incluso decide dar el nombre antes de la misma partida y apropiación del territorio.
El cronista subjetiva y a la vez testimonia la voz de ese Consejo Supremo, muestra, con su dibujo el acto de nombrar; pero si interpretamos con más detenimiento este hecho, tal voz que no es individual, sino colectiva, institucional, es a su vez la voz de un Padre simbólico en términos de Jacques Lacan – Seminario Libro IV, las relaciones del objeto (1957)–. He aquí una primera operación de la colonización –y esa es también la paradoja que intenta poner de relieve la ucronía de Villacís Pastor–: hay unos hombres que vienen de afuera, hay un mapa y un territorio que se conoce a través de ellos, lo que les impulsa el viaje de conquista; pero antes de realizarlo, la empresa colonizadora borra todo lo que puede haber de cosa, de entidad, de identidad en ese otro lugar. Entonces –si tomamos nuevamente las palabras de Lacan del Seminario Libro X, la identificación (1961)–, el acto es de ir a un lugar que se preconcibe como “vacío”, por lo cual el nombre, “palabreado”, enunciado, escrito además por el cronista, va a llenar el sentido de ese vacío: se trataría de conquistar aquello que no es México y al conquistarlo, dejarlo con su diferencialidad, es decir, con su extrañeza, por lo cual la tierra allende los mares de México deberá llamarse Améxica. Puesto que es el Padre simbólico intenta llenar con un nombre el vacío, se impone, desde ya, como “castrador”: ¿Acaso la empresa colonizadora europea en Abya-Yala no solo fue una empresa debilitadora del poderío cultural de culturas como las azteca, inca, etc., en otras palabras, minimizadora, al punto de amputar sus conexiones, sus redes, sus relaciones colectivas, bajo el objetivo de la extirpación de las deidades paganas, justificando el saqueo producido? En El espejo humeante, crónicas, el cronista, su autor, Villacís Pastor, intenta reflexionar mediante la lógica inversa este fenómeno. En el libro-libro-álbum, de este modo, leemos que la empresa colonizadora de los aztecas es casi semejante a la española o la europea. Pues se constata que el cristianismo es una “idolatría”. En esta, según el cronista Villacís Pastor,
“en lugar de practicar sacrificios humanos a los Dioses, el Dios es sacrificado a los humanos. Tal distorsionada visión del orden del Universo indudablemente jugó un rol extraño comportamiento de los primitivos. No fieles con matarlo, los Cristianos comían su cuerpo y bebían su sangre cada semana al final de grotescas ceremonias religiosas llamadas Comuniones”.
Bajo esta constatación, la tarea colonizadora y refundadora va a implicar la eliminación y el reemplazo de esa religión, con otro Padre simbólico. Lo que constata el cronista Villacís Pastor es que la renuncia a ese Padre simbólico y la adopción por otro supone entrar en el juego de adopción del nuevo nombre, del nombre Real, ser Amexicano, precisamente por la misma vía vivencial de la idolatría acostumbrada por los supuestos europeos. El escritor nos dice:
“Puesto que los ángeles tenían alas emplumadas, los nativos los confundieron con los guerreros aztecas, especialmente con los soldados de la División del Águila. Tal era su miedo a la intervención divina que los aborígenes no ofrecieron resistencia a nuestro ejército invasor”.
El miedo fundamentado por la idolatría a un supuesto Padre simbólico lleva a la adopción y, como tal, a la asunción del nombre con los cuales, se dice, los amexicanos –los europeos– se van a sentir más a gusto, es decir, entroncados con el nuevo goce, en términos lacanianos. Pues la nueva vida colonial no sería más que el cumplimiento del deseo del colonizador y que terriblemente se manifiesta como pulsión a ser como él, a adoptar su identidad, pulsión o deseo que ensarza alienación. Por algo Lacan dirá en el Seminario 21, los nombres del padre (1973) que:
“¿No es aquí que debemos buscar en aquello que nos posee, nos posee como sujeto, que no es otra cosa que un deseo, y que, más aún, es deseo del Otro, deseo por el cual estamos alienados desde el origen?”.
La colonización empezaría por la imposición del nombre distinto que ensarza un deseo que coloniza al mismo tiempo. ¿Este no es el problema latente hasta ahora con esas voces hispanófilas que siguen clamando por el “día de la raza” como si con ello se quisiera diferenciar, además, la otredad, esa indígena –que aún molesta a algunos–, con una otredad alienada por lo colonial?
La ucronía de Villacís Pastor, por lo que se percibe también toma un tono irónico. Se trataría de resaltar las mismas contradicciones de un tipo de pensamiento que para unos tendría validez por sobre otro. En nuestro tiempo, el viajero que busca nuevas fronteras es un “migrante”, a sabiendas que esa palabra puede tener connotaciones despectivas; el reemplazo de la “idolatría” por una “religión” es un ejercicio ideológico que permitió que se sacrificara las bases culturales y las propias ciudades de los colonizados en América. La conquista española fue depredadora; casi no dejó huellas de un mundo distinto con su propio esplendor –en El espejo humeante, crónicas y en el propio Museo que le acompañaba, se muestran las imágenes de la destrucción del Vaticano o de París, donde se erigen portentosas pirámides homenajeando al dios Huitzilopochtli–. Pero la sátira mayor está en que por orden de los colonizadores se destruye la Capilla Sixtina, la que, pasados años o siglos, cuando hay un ejercicio arqueológico se descubren algunos restos, entre ellos, la imagen de dos manos –el hombre y Dios que tantean tocarse por sus dedos índices–, por la cual se interpreta también la cultura aparentemente enterrada. Dice el cronista ucrónico:
“De las descripciones de los testigos que mencionan docenas de cuerpos desnudos, los expertos han concluido que probablemente representaba [la Capilla Sixtina] una orgiástica bacanal. En este fragmento, las dos manos masculinas cerca de tocarse serían parte de una escena homosexual”.
Es interesante que el conocimiento de las culturas, según la visión irónica de El espejo humeante, crónicas, se construye sobre la base de suposiciones, sobre patrones culturales del dominante. Pero el efecto de distanciamiento cognitivo –según la ciencia ficción, si recordamos a Darko Suvin en su Metamorphoses of Science Fiction: On the Poetics and History of a Literary Genre (1979)–, como es el que está operando como estrategia en todo El espejo humeante, crónicas, nos hace conscientes, a su vez, que el problema de borrar la identidad cultural imponiendo otra implica desconocer los rasgos que aquella también la acunaba. Por años o décadas el cristianismo o el catolicismo desconoció, por ejemplo, las identidades LGTBIQ. Ahora el Papa Francisco las alude en una entrevista en un filme reciente, “Francesco” de Oscar Evgeny Afineevsky, indicando que:
“La gente homosexual tiene derecho a estar en una familia. Son hijos de Dios y tienen derecho a una familia. Nadie debería ser expulsado o sentirse miserable por ello. […] Lo que tenemos que crear es una ley de unión civil. De esa manera están cubiertos legalmente. Yo defendí eso”.
El distanciamiento cognitivo en la ucronía sonsaca lo que se podría decir una constante contradicción que se mantenía gracias al pensamiento religioso.
Y digamos algo más. El espejo humeante, crónicas si bien es historia invertida, historia alternativa, a la par lectura irónica gracias al distanciamiento cognitivo, es, a la par, un libro-álbum humorístico. Porque el diseño de los personajes, la historia que se cuenta también tiene esos visos que tensan la realidad con una visión fantástica. El diseño artístico resalta en cierta medida lo grotesco, contrasta cuerpos, hace aparecer visualmente lo oscuro en forma luminosa por el arte del pincel y de la abstracción. En este marco, muchas de las ideas si bien pueden parecer heréticas, problematizadoras, a la par provocan la risa. La sección de la vida cultural en las colonias es, de este modo, sugerente. Europa –como Améxica– es vista como tierra fantástica, como tierra primitiva; sus mujeres, por su piel blanca, la palidez de sus rostros, etc., parecen seres “translúcidos” que incluso mostraban sus órganos internos; o el vello facial y corporal –algo extraño para los aztecas– de los habitantes les hacen aparecer como si fueran monstruos peludos, hecho que llevaba a elucubrar, en palabras del cronista:
“Si los nativos amexicanos tenían alma y, por tanto, se los podría considerar humanos. En su famosa respuesta, Tlacaelel dijo: «Si pensamos que tales criaturas landas son seres humanos, ¿por qué de una vez no damos la ciudadanía azteca a los monos de Chapultepec?”
Aunque la alusión es a una vieja discusión sobre el alma de los indígenas en los tiempos de la colonia española en América, no deja de sorprendernos la inversión para hacernos caer en cuenta del aspecto animalesco del propio ser humano.
Entonces, entre humor e ironía provocadora, El espejo humeante, crónicas es un libro-álbum, además de un museo que deconstruye. Todo proyecto colonizador, por más que lleve la “civilización”, según este, es un proyecto que en verdad no trae nada nuevo, sino una versión distinta del acontecer histórico humano, plagado de destrucción y crueldad. Es así como se lee, cuando Améxica vive la plenitud de sus días en el presente, cuando el mundo azteca se ha consolidado como imaginario y deseo en la gente europea, gracias a la “modernidad” que también se produjo:
“Esta es una sociedad construida sobre las bases de principios justos y universales tales como la necesidad de hacer sacrificios humanos a los Dioses, la legitimidad de poseer los bienes de los enemigos capturados o el derecho de portar armas. […] Nuestras industrias, universidades y centros de investigación, fuerzas armadas, servicios médicos y legislación son los más avanzados del mundo y nosotros generosamente compartimos nuestra riqueza con las naciones en desarrollo, a un precio razonable, obviamente”.
¿No es acaso la burla a los principios del capitalismo moderno, al occidentalismo disfrazado del abrazo cultural, del industrialismo depredador que somete a los países que menos tienen, además robándoles los recursos naturales en bien de una falsa humanidad? Villacís Pastor, en efecto, gracias a estos recursos narrativos, es caustico, ácido o crítico, así como un escritor que sabe que el arte y la literatura sirven más que entretener, a hacer conciencia de la realidad.
El espejo humeante, crónicas, finalmente, es un libro-álbum abierto. Parece inconcluso y quizá esa sea su magia. (Iván Rodrigo Mendizábal)