La escritora argentina Samanta Schweblin nos pone ante los problemas derivados de las tecnologías. Dos son las novelas donde se aprecia el impacto de estas en la vida de las personas. Tales obras son: Distancia de rescate (Random House, 2014) y Kentukis (Random House, 2018), ambas, por otro lado, reconocidas a nivel internacional y premiadas con galardones como el Premio Tigre Juan (España), el Premio Ojo Crítico (España), el Premio Shirley Jackson (USA), el Premio Tournament of Books (USA) y el Premio Mandarache (Colombia).
La lectura de tales novelas intranquiliza en tanto, entre lo fantástico y la ciencia ficción, Schweblin nos obliga a prestar atención a los detalles donde descansa una serie de signos que nos llevan a diversos planos de realidades que parecieran normales y que más bien deben comprenderse como controvertidas.
Sus novelas, desde ya, son de ideas, las cuales se deslizan de modo sutil a través de sus relatos. Lo que importa de ellas es que nos introduzcamos en las historias mediante el uso del lenguaje, al principio descriptivo, luego como si fuera dialogante con el lector. Igualmente, percibamos la forma de hacernos figurar los momentos que parecen nimios pero que tienen una carga significativa que nos lleva a preguntarnos sobre determinados hechos. La tensión estaría entre una escritura casi minimalista y una narración entre intersticios, entre brechas.
Se podría decir que el tono que emplea Schweblin, en el contexto de lo fantástico, tiene que ver con tal escritura incisiva, a veces que crea imágenes de terror y otras de inquieta luminosidad. Es lo que se conoce como una literatura de lo extraño. Se trataría de lograr una extrañeza de la realidad para que percibamos lo descrito, las situaciones, los personajes como si estuvieran en una liminalidad indescriptible. En cuanto a la ciencia ficción, la autora pretende sustraernos de los artilugios, del medio ambiente envenenado, para hacernos sentir como si estuviéramos en mundos casi oníricos, casi pesadillescos, casi asfixiantes por efecto de las tecnologías y, con ello, considerar el tipo de mundo en el que estaríamos viviendo. Por lo tanto, si vamos a leer estos dos libros desde la ciencia ficción, es porque para Schweblin esta el algo que atraviesa la realidad actual.
En Distancia de rescate la historia es completamente extraña y desconcertante. Pareciera que asistimos a una especie de regresión o también a una situación límite en una habitación de un hospital entre dos identidades, una madre que intenta saber del paradero de su hija y un niño que luego de sufrir una intoxicación que casi lo lleva a la muerte, como si fuera un inquisidor, interroga a la mujer a ver la realidad que habría sido olvidada. Sea lo que fuere, Schweblin desde el principio obliga a seguir los angustiantes momentos de esa pérdida de memoria o de esa pérdida de los referentes con la realidad. Seguimos, así, esa interpelación para que la personaje, Amanda, dé cuenta de detalles que habría presenciado y acaso forcluido –si usamos la terminología psicoanalítica– en tanto en un momento ella y su hija estaban en una casa de campo, cuando habría sucedido el accidente del niño, David. Y es ahí que poco a poco nos percatamos que la mujer está postrada, está al borde de la muerte y antes de su deceso, David debe saber lo que le pasó y hacer consciente a Amanda de cómo había creado y traspasado la “distancia de rescate”.
Schweblin juega en dos planos: el del interrogador, como si fuera el lector, y el del interrogado, la mujer, una madre. En el fondo lo que está presente es la tensión entre el ser materno y el ser niño o niña. Porque lo que hay que tener presente es que lo que le pasa a David es también el producto de un momento de descuido de la mujer a la cual se le había encomendado el cuidado de aquel en tanto estaban en la casa de campo. Hay en el hecho catastrófico el envenenamiento del agua y la sorprendente “sanación” con una espiritista, una curandera que debe “partir” el alma de David para que una, la envenenada, resida en un cuerpo, y la sana, en otro, gracias al dominio de la transmigración. Esta partición es simbólica en el mismo sentido de la relación liminal, bordeando la muerte, de Amanda y David: porque con tal relación sabemos que una cosa es la realidad material “normal” y otra, la realidad contaminada, “invisible” que ha cambiado la naturaleza de los personajes y de la vida misma del campo.
Así, Distancia de rescate nos inquiere: mientras vivimos o tratamos de sobrevivir al mundanal ruido, la naturaleza ha sido ya contaminada, envenenada, transformada. Hay una pandemia generalizada de la cual nadie se ha dado cuenta o todos saben de sus efectos, pero hacen caso omiso de sus consecuencias hasta que algún familiar o se contagia o muere. En los campos, fuera de las ciudades, los sembríos están contaminados por sustancias químicas y las aguas se han vuelto insalubres. Pese a ello, se sigue regando, se sigue irrigando con químicos para dizque aplacar las plagas: las tecnologías aplicadas a la naturaleza la han transformado y le han forzado a una especie de readaptación, lo mismo que al ser humano: seguro que el ADN de un antepasado es distinto al del ser humano contemporáneo. Una pandemia silenciosa, invisible, creada por efectos de la tecnologización de la vida hace que muchos seres pierdan la vida y otros sobrevivan con el cambio de sus cuerpos y de su naturaleza incluso sicológica. Las mutaciones en muchos casos son provocadas.
En Distancia de rescate lo que aparece es el rostro de la muerte tan difusa como tan etérea. Si David ha sufrido un cambio, una descorporización –el recurso del curanderismo pertenece a lo fantástico–, en la hija de Amanda, Nina, hay una “cadaverización”, es decir, lo que esa familia acarrea, tras la visita a la casa de campo donde vivía David, es que los químicos, esa tecnología artificial, están sobre el aire y sobre las cosas, y hace que todos los seres vivientes sean como especies de muertos vivientes que en un momento dado quieren saber de su propia naturaleza. Schweblin, entonces, nos pone en la situación de interrogarnos si somos sobrevivientes de la catástrofe de la modernidad cuando a esta se la conoce como el dominio y la transformación tecnológica de la naturaleza –debemos acá quizá pensar en las ideas del filósofo ecuatoriano Bolívar Echeverría respecto a la modernidad–, o si somos el producto de una transformación que nos ha hecho insensibles.
Semejante percepción podría darse cuando leemos Kentukis. La anterior obra comentada era en sí una novela corta; a esta se la presenta como una novela de mayor extensión. Cuando la abordamos igual desconcierto prevalece, no tanto ahora por la historia, no tanto por cómo encara el argumento y la trama la autora, sino por la forma misma. El libro en realidad es un grupo de relatos cada cual susceptibles de leerlos de forma independiente –sabemos que Schweblin es una eximia cuentista–. De ser así, es una obra de historias con sus estructuras propias. Pero sí habría una particularidad: el personaje central sería el “Kentuki”, una mascota tecnológica, el cual sería el motor de cada historia y de todo el libro en sí. En este sentido, Kentukis asemeja a una novela de crónicas sobre una “mascota” que todo el mundo ha empezado a adoptar en reemplazo posiblemente de las mascotas convencionales como los animales.
No es la representación del futuro de ¿Sueñas los androides con ovejas eléctricas?, célebre novela de Philip K. Dick, donde, en lugar de animales ya casi inexistentes, se podría adoptar o comprar animales de diseño, animales electrónicos. En Kentukis Schweblin habla de los momentos actuales cuando las tecnologías tienen diversas formas y promesas. Su argumento recuerda a los animales virtuales que, en forma de llaveros, hace unos años atrás ocupaban el tiempo de medio mundo, obligando a que se los cuide, se los alimentes, se les garantice la supuesta vida. Pero esos animales virtuales eran ya producto de los videojuegos y de los desarrollos de la inteligencia artificial hasta el punto que hoy en día ya no cosas extrañas, sino dispositivos al alcance de todos. En la actualidad, como los “kentukis”, sí se podría conseguir artículos, en forma de peluches, para servir de juguetes, para acompañar a personas, para hacer prácticas de simulación. En otras palabras, los kentukis son ya una realidad, aunque haya mucha gente que considere que esos no son mascotas a diferencia de los perros o gatos reales.
Sin embargo, los kentukis de la obra de Schweblin tienen propiedades casi extraordinarias y, a la par, aterradoras. Son como los celulares, o como las minicomputadoras con cuerpos de supuestos muñecos o animales, capaces de grabar, de mirar, de servir de dispositivos de control, de placer o de acompañamiento. Según sea el caso, el dispositivo entretiene o puede ser un artilugio amenazador. La supuesta tranquilidad está en que cuando se le vacía la batería, o se le recarga o se le desecha. ¿Pero será todo así de fácil?
Schweblin fabula diversas posibilidades de uso o de convivencia con el kentuki; incluso se le puede poner nombres, como a cualquier mascota y, con ello, “educarlo” para que cumpla ciertas funciones. Pero la cuestión no está en el funcionamiento, porque en la medida que van apareciendo tecnologías en el mercado nosotros nos dejamos seducir y nos vamos adaptando a que estas formen parte de nuestras vidas, al punto que podemos volvernos “expertos” en el uso eficaz de toda tecnología. La cuestión radica en lo que hagamos con tales tecnologías: si sirven para espiar, si sirven para dar satisfacción sexual, si sirven para reemplazar al ser querido, si sirven para sean como nuestros nuevos órganos, etc., el asunto va hacia cómo las tecnologías no solo determinan, sino que nos transforman.
Hace muchos años atrás el comunicólogo Marshall McLuhan en Comprender los medios de comunicación: las extensiones del ser humano (1964) postuló que las tecnologías son como los genitales de los seres humanos. Kentukis aborda este hecho: las nuevas mascotas o, mejor dicho, las nuevas tecnologías no están solo allá para ser usadas, sino que las empleamos para que a través de ellas sintamos, percibamos las cosas con nuevas impresiones. Habría un paisaje, una ecología de medios donde las tecnologías electrónicas, digitales, virtuales, habrían fundado un hábitat donde los seres humanos ya nos acomodamos o salimos rechazados. El problema, entonces, en Kentukis es que las mascotas artificiales obligan a que estemos pendientes de su vida y, con ello, que la vida humana se torne maquínica, terriblemente dependiente de cualquier dispositivo. La ciencia ficción se hace real, en tanto, con las tecnologías, producto de las investigaciones científicas y de los desarrollos tecnocientíficos, hace que estemos conectados a los aparatos por los cuales la realidad es lo que pensamos que es.
Distancia de rescate y Kentukis, de acuerdo con lo anotado, son obras que llaman la atención, que claman lecturas distintas. La planteada en este artículo ha tratado de enfatizar el carácter maquínico-tecnológico, las transformaciones del paisaje social que, en caso, puede implicar la muerte de formas de vida pretéritas y en el otro la tecnologización de las vidas de forma acrítica. (Iván Rodrigo Mendizábal)