Los cuentos fantásticos de Shua en “Los devoradores”

Cae en mis manos una edición ecuatoriana del libro Los devoradores (2016, Santillana Ecuador) de la escritora argentina Ana María Shua. Este fue originalmente escrito en 2005 y contiene nueve cuentos que se enmarcan en lo fantástico con tintes en el terror. Aunque el libro pueda estar dirigido a jóvenes –además ilustrado por Lucas Nine–, Shua nos deleita con sus historias a quienes estamos en otra faceta de la vida.

Los devoradores en principio son una especie de reescritura de cuentos míticos de diversos puntos del planeta. Y digo, reescritura, en sentido que, aunque es probable que existan los relatos orales en los que se basan los cuentos y que la escritora argentina hace honor de nombrarlos, ella les da su matiz, su ritmo y su significancia, incluso cuando al finalizar cada cuento Shua hace una breve explicación o una corta interpretación de lo que ha escrito.

Es así como leemos nueve cuentos que se relacionan con culturas originarias como las de Australia, del mundo árabe, de África, de los iroqueses de Norteamérica, de los tobas del Chaco sudamericano, de Japón, de Italia o de Nepal. Cada cuento tiene su lógica interna, aunque reconocemos pronto que Shua imprime una cierta estructura para hacerlos concordantes en su lectura global. Esto quizá es válido si se considera que son cuentos cuya base narrativa proviene de distintas culturas y, por lo tanto, de lógicas narrativas que no necesariamente condicen con la forma narrativa occidental, provocando a que el lector actual deba tener patrones identificables. Con todo lo que importa es que cada cuento y su conjunto tienen que ver con personajes que se encuentran con situaciones conflictivas y que deben resolverlas de la manera menos pensada. Por otro lado, nos hallamos en el libro ante un grupo de monstruos, variopintos por sus características, sus necesidades y fines, en otras palabras, un bestiario muy bien logrado, además sutilmente representado por Nine a través de sus ilustraciones.

El título del libro sintetiza, en efecto, su particularidad: Los devoradores. Se trata de un libro sobre voraces monstruos, en esencia caníbales que, mediante ardides se hacen amigos de sus víctimas y los encierran para luego servirse de ellos. La forma cómo narra Shua, distanciándonos de la realidad, creando mundos en principio maravillosos, luego mágicos o extraños, hace que inmediatamente caigamos en el juego literario: la seducción por las palabras, que a veces puede hacernos confundir al monstruo con alguien solitario, necesitado de compañía o amor, y que de pronto se quita la máscara, llevándonos a otro nivel, el del terror.

Así descubrimos al Chirunir de “El Hombre-perro”, o al vampiro gul de “El peor marido”, o al deforme Kamapa de “Kamapa, el monstruo tragador”, o el caníbal iroqués de “La Isla del Horror”, o la Nsoé de “La mujer caníbal”, o el monstruo del bosque que da nombre al cuento “Yamanba”, o el ser del cuento “Cabeza cortada”, o unos demonios perversos de “Maicha y los demonios”. Se trataría de seres que cohabitan con el ser humano desde tiempos milenarios y que aprovechan alguna debilidad humana, algún descuido o una salida de las reglas sociales establecidas para que aquellos operen a sus anchas. Este tipo de historias, incluso de leyendas, nos son comunes en todas las culturas y pueblan el imaginario de las perturbaciones personales y de las aventuras que la literatura se ha encargado de darles forma y sentido más propio.

En una especie de ars poetica casi al finalizar su libro Shua nos dice:

“¿Dónde nacieron los cuentos? ¿Por qué hay tantos cuentos parecidos en lugares tan alejados? Nadie lo sabe exactamente. Pero hay muchísimos pueblos en el mundo que tienen cuentos así, que empiezan como el de la Cenicienta. Historias en las que una chica huérfana, buena, generosa, amiga de los animales, es maltratada por su madrastra o por una patrona que a su vez mima y malcría a su propia hija. A lo mejor la situación no era rara en una época en que muchas mujeres morían de parto. Y también hay que tener en cuenta que los cuentos viajan mucho”.

Una cosa parece cierta según lo que ella nos plantea: que los cuentos nacieron en los albores de la humanidad. Contar historias al calor del fuego en alguna noche, o narrar historias en ocasiones para que los oyentes puedan aprender y sacar sus conclusiones. Una primera aserción entonces es que los cuentos no tienen lugar de origen sino narradores que nos conectan con el origen de las cosas, de la realidad, con la misma cotidianidad.

Otra cosa que apunta Shua es que los cuentos se parecen, por más que sus lugares donde son originados o narrados sean tan distantes y no haya conexión ni siquiera histórica. Aristóteles en su Poética sistematizó e hizo una “teoría” –si se quiere– del pensamiento narrativo griego y, probablemente occidental. También está el trabajo ya más contemporáneo de Vladimir Propp, Morfología del cuento (1928), poniendo de manifiesto las funciones más comunes del cuento, tratando de encontrar referentes en el cuento maravilloso. Hay otros estudiosos más que intentaron hacer, a su modo, un ars poética del cuento fantástico. Claro está que las tesis de Aristóteles son ahora fáciles de comprender y usar por nosotros que hemos aprendido, mediante el idioma, mediante la cultura, mediante las narrativas más convencionales; lo mismo que nos son familiares los descubrimientos que hicieron Propp y otros a sabiendas que desde niños oímos y leímos cuentos como Cenicienta o Blanca Nieves tan tradicionales. Sin embargo, es claro que una cosa es la lógica narrativa digamos “académica”, digamos “estándar”, con que ahora conocemos y contamos cuentos, pero otra, narrar, como los antiguos, como las naciones milenarias, al calor del fuego, sin que exista la lógica convencional, sino un juego de estrategias para hacer más interesante o más fascinante la historia. En este sentido, es posible que los cuentos sean parecidos, pero no equivalentes. Es decir, los cuentos fantásticos tienen en común monstruos, además algunos personajes transgresores que les dan la cara, sin descontar la trampa –que puede implicar el riesgo y la muerte– y también el azar que viabiliza a que exista la posibilidad del escape o de la liberación. El mal no es eterno y, por lo tanto, siempre será superado por la inteligencia humana. Y es ahí donde los cuentos, por más distantes estén, se parecen.

Es verdad, como dice Shua, que los cuentos reflejan preocupaciones o situaciones que son comunes. La cuestión es cómo ver al monstruo. Los devoradores nos muestra que el monstruo, ese ser extraño, también tiene una identidad, unas preocupaciones. Shua nos hace conscientes que esos seres tienen sus deseos y debilidades. La más común, el deseo de comer. Es un deseo inherente o propio y como tal simboliza la pervivencia, al mismo tiempo que la diferencia por estar separado de la vida cotidiana de los pobladores. El monstruo se aleja porque no es reconocido, pero su necesidad de comer le hace un ente temible y criminal. De pronto, sabemos que la diferencia está en la caza de la presa.

Estos monstruos de Los devoradores son perspicaces al intentar atrapar a la víctima para comérselo. Entonces otro rasgo es que se mimetizan; es decir, tienen la capacidad de hacer dobles haciendo aparecer una cierta hermosura, una cierta inocencia, ocultando lo real, que es su fealdad y su malicia. La perspicacia radica en que, al presentarse a los ojos de los humanos, lo hacen engañando, lo hacen apelando al sentimiento más sutil del ser humano: tratan de echar flores, tratan de parecerse como los animales más cariñosos cuya hambre hay que saciar con solo darles ya sea un pedazo de lo que se come, o entregando a la hija a la que se pretende casarla. El monstruo encarna la doble faz del ser humano, es decir, el lado luminoso y el oscuro que hacen su naturaleza. Puesto que como humanos no nos reconocemos así –o no queremos reconocernos del todo así–, entonces ubicamos o proyectamos ese otro lado, el demoníaco en los bosques, en los pantanos, en los senderos alejados, porque en cierto sentido, tratamos de alejar u olvidar lo monstruoso de nuestros entornos. De ahí que pronto podemos darnos cuenta de que los miedos engendran mitos con esos monstruos. Quizá encontramos acá el punto clave de todo constatando que cuando los monstruos han sido olvidados, prevalecen como memoria oculta y que de pronto se actualizan en los relatos orales. Los devoradores parece ser el libro que nos recuerda qué monstruo ha sido olvidado y ha sido rememorado por gracia de la cultura.

De ser así, el cuento fantástico, como el que leemos en Los devoradores concientiza. De hecho, se sabe que detrás de todo cuento fantástico hay una función moralizadora o también una función recordatoria. Los románticos sabían que los cuentos maravillosos tenían las huellas de la nación y que su lectura repetitiva servía para tener conciencia del origen. Los cuentos tal como son contados en Los devoradores trascienden a este hecho: ponen de manifiesto la necesidad de saber que los mitos a la par recuerdan lo que separamos y lo que se quedan como parte de nuestros imaginarios. Asimismo, nos muestran que la transgresión a la norma implica la muerte, es decir, si no se oyen las voces paternales que alertan que no se debe ir más allá de los límites, el encuentro con el rostro del monstruo es el encuentro con la faz de la muerte. Los monstruos devoradores representan eso que se olvida: la muerte. Shua nos lo recuerda con su libro.

Unas palabras finales: Shua nos advierte en un parte de Los devoradores que “no hay monstruo más temible que el creamos en nuestra imaginación”. La imaginación cultural es harto poderosa para hacer que los miedos reaparezcan personificados en seres sobrenaturales, fantásticos y terribles. La magia de la ficción lo que hace es dotarles cuerpo y esencia, es decir, hacerlos pervivir a lo largo de los tiempos. (Iván Rodrigo Mendizábal)

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