“Las voladoras” de Ojeda o el horror metafísico

Lo liminal en la obra de Ojeda

Portada de “Las voladoras” (Candaya, 2020) de la ecuatoriana Mónica Ojeda.

Las voladoras (Páginas de espuma, Madrid, 2020) es un nuevo libro de la ecuatoriana Mónica Ojeda. Me aproximé parcialmente a su obra comentando en su momento su primera novela La desfiguración Silva (Arte y literatura, La Habana, 2014) –ver: “Los archivos del futuro: sobre ‘La desfiguración Silva’”, Publicado originalmente en revista dominical, Cartón Piedra, del diario El Telégrafo, Guayaquil, el 24 de agosto de 2015; vuelto a publicar en Ciencia Ficción en Ecuador, el 2 de octubre de 2015–, una novela-documento que, aunque representa el acto de borramiento y la misoginia con respecto a la mujer en el contexto cultural ecuatoriano, muestra que incluso en el futuro aquella seguirá siendo avasallada por lo masculino. Pero ya considerando sus nuevos libros, se puede decir que su posicionamiento como mujer en la literatura y la cultura contemporáneas es singular en tanto critica la exclusión, el patriarcado desde un punto de vista claramente feminista. Así, sus novelas siguientes, Nefando (Candaya, Barcelona, 2016) y Mandíbula (Candaya, Barcelona, 2018), abordan dichos temas, además de penetrar en terrenos como la violencia derivada de la pornografía infantil y la crueldad entre mujeres en entornos de elite dadas su educación, gustos y problemas existenciales. Pero habría que decir, por otro lado, que a partir de sus inquietudes descritas, se descubre que el trabajo de Ojeda es de mayor profundidad, donde se puede ver con nitidez las relaciones de poder, su ejercicio, su supremacía, que determina la construcción y la sujeción de los cuerpos, de las subjetividades, de la identidad y del mismo sexo, llevándonos a lo monstruoso, a lo ominoso, al miedo: lo interesante en todo ello es el mundo de las mujeres, la tensión con la madre, la idea de la maternidad que demarcaría el sino de las futuras mujeres, etc. Su poemario Historia de la leche (Severo, Quito, 2019) trasunta estas últimas cuestiones.

De este modo, la breve aproximación a la obra de Ojeda me permite conectar precisamente con Las voladoras. Este libro contiene 8 cuentos donde las protagonistas son mujeres en entornos insólitos, aunque en principio se nos antojen familiares. El tono de la obra va entre lo fantástico y lo extraño, pero, sobre todo, y en este último contexto, supone la liminalidad –vale la pena revisar el libro de Mark Fisher, Lo raro y lo espeluznante (Alpha Decay, 2018) sobre el tema de las formas de lo extraño–, cuestión que, pienso, permearía en realidad a todo el trabajo de esta escritora. Habría que decir, para redundar en este asunto, que lo liminal es ese estado de estar entre la oscuridad y la luz, entre la noche y el día, en el umbral indescriptible de la vida y la muerte, incluso sin saberlo, pero viviéndolo. Y es ahí donde el miedo o el terror y la temeridad conviven, llegando incluso a un plano fantasmagórico, de ensueño o de pesadilla, situaciones claramente perceptibles en la narrativa de Ojeda. Aunque Victor Turner –autor quien desarrolla un concepto hasta ahora universal en The Ritual Process: Structure and Anti-Structure (Transaction Publishers, 1969)– liga lo liminal a lo religioso donde, aunque se penetra a un mundo otro, controlado y ritualizado, es importante darse cuenta de que es allá donde se opera una inversión de la realidad para conectar con otra. Quien está en lo liminal está en una ambigüedad o una indeterminación para lograr probablemente un nuevo orden, un nuevo estatus.

En efecto, Las voladoras, casi en el mismo sentido de las otras obras literarias de su autora, Mónica Ojeda, nos pone en el terreno de lo liminal, en el marco de la indeterminación gracias a las historias allá contadas que, si bien podrían tener que ver con fantasmas, con seres de otra dimensión, con la sensación de una inquietante y sombría atmósfera, nos desplazan precisamente al límite y nos hacen vivir, como si fuéramos los personajes de los cuentos, los observadores y las víctimas de lo que se narra. En este libro, por derivación, lo fantástico aparece con más precisión.

Un cuento ejemplar

Del conjunto de los cuentos de Ojeda, el que ejemplifica más la cuestión de lo liminal es el último del libro: “El mundo de arriba, el mundo de abajo”, título en el que resuena la póstuma novela del peruano José María Arguedas, El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971). En dicha novela, aunque la trama sea distinta a la que nos ofrece Ojeda, prevalece el mundo mítico de los Andes frente al mundo actual que ha cambiado por efecto del capitalismo, tensión que implica que los zorros de arriba, mientras prevalecen con el orden mítico, hacen desear el futuro, en tanto los zorros de abajo, materialistas, desoyen tal orden.

El cuento, de este modo, nos pone en el contexto de lo indígena: un padre chamán realiza un conjuro, oyendo voces míticas, para “renacer a su hija”, como se lee en el texto, es decir, revivir a quien un tiempo atrás había muerto. Cuando se cumple su deseo, la lleva a su casa donde aún yace, en la cama, su esposa que tiempo atrás había fallecido dando a luz a la niña. Entonces la reemplaza y trata de que ella tenga la vida que inesperadamente había perdido. Y es que ella revive como zombi; la comunidad le rechaza. Pese a que intenta darle brebajes, el “renacimiento” se hace insoportable.

¿Qué es lo que Ojeda nos representa en este cuento, por otro lado, quizá el más logrado y seminal de Las voladoras? Pues, la tensión entre el mundo mítico y el deseo de futuro. El indígena, anclado en dicho mundo mítico, en efecto, desea el futuro, haciendo “renacer” al espíritu ancestral. Hace resucitar, oyendo las voces legendarias, a lo que para él es su futuro. Sin embargo –y acá está la conexión con la ya clásica y memorable novela de Arguedas–, se enfrenta a la realidad del mundo materialista que le rodea, que le amenaza y pronto se da cuenta que el conjuro le ha puesto en una crisis de aprobación social.

¿Cabría hacer renacer el mundo mítico en un mundo contemporáneo en el que prima el pragmatismo? Es curiosa esta pregunta que nos hacemos si pensamos que está latente la emergencia del universo indígena, la cosmovisión originaria en los tiempos actuales, más si nos fijamos en la presencia cada vez más impugnadora de los pueblos y nacionalidades indígenas en las escenas sociales y políticas de los países latinoamericanos. Y más allá de ello, además el cuento de Ojeda es significativo en tanto además usa un recurso estético, el de los cuentos orales, con la prosa poética hablada de los pueblos originarios, configurando una especie de texto que tiene un ritmo dado por las palabras y las acciones que ellas prefiguran e invocan, por la atmósfera a veces real, otras irreal, que parece sentirse cuando se lee “El mundo de arriba, el mundo de abajo”. Y esto tiene su correlato con lo que hace el chamán cuando escribe, narra e intenta dar un vocabulario a la niña; es decir, conjura la poiesis, el sistema creador de mundos. Su hija revivida, zombi, por este recurso, necesita tener vida real; el chamán intenta por todos los medios insuflar vida a la muerta viviente, pero ella solo impera como memoria más no como vida misma. Se trataría de demostrar que el acto de escritura, si bien crea mundos e identidades, si no tienen a otros que le correspondan, a la final se quedan en la memoria.

Un juego está presente en todo esto: es percibir la realidad desde la perspectiva de una cierta extrañeza y pasmo. Es lo que postula David Roas en su Tras los límites de lo real: una definición de lo fantástico (Páginas de espuma, 2011); cuando señala qué es lo fantástico, precisa que aun cuando el cuento nos sitúe en un contexto normal –el quehacer de un chamán, un mundo contemporáneo de las comunidades indígenas–, pronto este es subvertido por un fenómeno imposible –revivir personas, conjurar a los espíritus míticos, pretender hacer que nazca de las cenizas el futuro–, poniéndonos en una situación de ruptura, de inquietud. El recurso estético que usa Ojeda hace que estemos en una tensión constante, entre un mundo que intenta tener presencia, apelando a otro acaso de leyenda, acaso quimérico, para dar cuenta finalmente que el mundo actual ya no soporta el mundo mítico. Sin embargo, la inquietud prevalece: el mundo originario, el indígena está ahí.

Los cuentos de la extrañeza

Las voladoras contiene otros cuentos. El que da el título al libro, “Las voladoras” es un cuento inquietante. ¿Importa que estemos en algún paraje alejado de la ciudad? ¿Importa que sea alguna región, acaso andina, donde prevalecen las imágenes y los imaginarios de seres más allá de nuestra comprensión? En parte sí, en parte no. Lo imposible convive y pone en tensión a lo posible. Una familia sabe que hay esos seres primordiales, esas voladoras de cabellos largos y oscuros, con un ojo, que juguetean y tratan de hacer contacto con algún individuo. La narradora, en su proceso de crecimiento, cuando está entrando en la pubertad, es acompañada por esos seres primordiales. Ojeda nos hace conscientes que hay otros mundos con sus seres, con sus espíritus, que conviven y que vigilan: para el lector común serán seres fantásticos, aterradores, para aquel que lee, en cierto sentido determinado por la certeza del mundo mítico, sabe que este penetra la realidad al punto de volverla extraña.

En “Sangre coagulada” la narración de una muchacha que empieza a tener su menstruación, correlaciona su estado con un ambiente que nos parece también manchado de sangre. Igual que el cuento anterior, el contexto también asemeja campesino, lleno de signos latentes que invocan la atención: estos son los degollamientos de animales, sangres de animales y humanos, abortos, incluso alguien que siempre está acompañando a la adolescente con el nombre de Reptil, etc.; la idea de la sangre, signo de vida, trasciende acá, pues la sangre es ciclo, es vida y muerte, es regeneración o recreación. Por algo Ojeda habla del vientre y la menstruación. Y lo fantástico en este cuento está en que para algunas sociedades tal cuestión es algo ya habitual, incluso menospreciado o pasado por alto, mientras en otras tiene una significación enigmática. Por ello, en el cuento, echan en cara a quienes aún están “fascinadas” por el ciclo, les dicen “brujas”.

En “Cabeza voladora”, que evoca un feminicidio, a partir del traumático recuerdo de una mujer que ha hallado la evidencia del crimen, Ojeda hace un ejercicio de extrañeza en el contexto de lo fantástico. Porque lo que irrumpe la cotidianidad es una cabeza cercenada, como cosa imposible, como cosa incomprensible, que inmediatamente conecta al imaginario de las Umas, seres míticos andinos: cabezas de mujeres, entre monstruosas y seductoras, seres liminales que atormentan. La pregunta es inmediata: ¿Por qué un caso de feminicidio se le ve a partir del mito? Porque la muerte siempre ronda a nuestras existencias; más si se tiene en cuenta la imagen desgarradora de alguien de quien solo se tiene ahora su cabeza. Esta inquiere, esta inquieta. La muerte no está afuera, está alrededor o con nosotros.

“Caninos” había sido publicado en 2017 en forma de librito independiente por la editorial guayaquileña Turbina; ahora aparece en Las voladoras. Nuevamente una familia, solo que, en este caso, el padre sufre una mutación, un cambio evidenciado primero por la caída de sus dientes y, luego, porque aparenta ser un perro. Lo extraño, está en ese proceso que es vivido con suma naturalidad por la familia, por las hijas. ¿Hay alguna metáfora? Los dientes que se pierden, las muelas que se adquieren por transformación tienen que ver con el comer, con una actitud devoradora, pero también con la fuerza y el poder viril –por algo la figura tensional en el cuento es el padre–, solo que en la medida que se envejece, todo ello ya no tiene el valor inicial. Lo vital trasunta a lo decadente; las muelas naturales se reemplazan con la dentadura postiza. Y en el cuento es la hija que tiene una relación directa con el padre, en tanto al principio es parte de su proceso de vida, pero que luego se cambia a ser su cuidadora, su madre. Ojeda sutilmente juega estas imágenes con la hija-niña y su perro y la hija-mayor con el “perro” en el que en su momento se convirtió su padre. Y ¿hay algo más en este cuento? Precisamente esa imagen inasible, casi imperceptible de la sujeción a la autoridad paternal que muchas veces puede ser violenta.

Otro cuento es “Slasher”, título que además alude al acto de cortar y también mutilar. La historia relaciona a dos hermanas, gemelas, solo que una de ellas es perversa, pues intentará cortar la lengua de la otra que además es sordomuda. Semejante a un espectáculo o el argumento de una película giallo –género de cine entre el thriller y el terror–, se narra la preparación del sacrificio de la hermana; el detalle está en cómo se trata de hacer pasar un crimen como si fuera el argumento de una película bien estructurada, donde la víctima participa de su propio final. Ojeda nos pone en una situación paradójica, porque sabemos desde el principio las intenciones de la hermana, de sus deseos, de su intención malsana narrada como si fuera edulcorada; de pronto estamos atrapados –como espectadores del espectáculo– sin poder hacer nada. Acá el terror surge de ponernos ante dos hermanas en una atmósfera de suspensión: una no soporta a la otra, en otras palabras, el doble debe ser eliminado. Y la cuestión más preocupante es que se tendría que aniquilar a quien estaría incapacitada. La autora actualiza la banalidad del mal.

“Soroche”, palabra de raíz indígena, alude al mal de altura, sobre todo cuando se escala a lugares altos cuando no se tiene la costumbre de haber vivido en el páramo. Este vendría a ser apenas un dispositivo para desarrollar una historia, con cuatro voces, al modo de un testimonial, un documental hecho tras los acontecimientos, sobre un grupo de amigas que han buscado algún paraje andino para pasear y contarse entre ellas sus cuitas o sus logros. No pasa nada a menos que nos demos cuenta de que una de ellas es objeto de burla y de menoscabo, ya sea por su apariencia, por haber sido una mujer que no tuvo una feliz vida, por no ser exitosa, etc. Esta misma mujer también tiene un pésimo concepto de sí, una baja autoestima. ¿Qué pasaría si uno se imagina que, tratando de hacer un salto cualitativo en la vida, creyendo que se irá a despegar ahora con otros bríos, confunde el futuro con lo pretérito? Ojeda resuelve el cuento tratando de hilar el mito de los cóndores, reencarnaciones acaso de hombres originarios que han vencido la altura y se remontan a las estrellas. El cuento pasa de lo rutinario al plano del horror y esa quizá es su virtud.

Finalmente “Terremoto” es sobre dos mujeres, hermanas, amantes, exploradoras de sus cuerpos y de sus deseos. Ya de por sí esta imagen incestuosa supone para el lector común la idea de un horror incierto y que hábilmente es contrastado por Ojeda con el escenario de un terremoto y sus estragos. De pronto aparece una atmósfera ominosa donde se debe decidir lo que pasará a futuro.

La idea del horror metafísico

Hay una palabra que resuena constantemente en los cuentos de Las voladoras de Ojeda. Tal palabra es “futuro”. Sus personajes o se ven enfrentados a la idea de futuro, o la desean o la desdeñan, incluso la conjuran a sabiendas de que aún es algo inasible. La palabra futuro en cierto sentido está relacionada con la ciencia ficción, pero hay que decir que el libro que comento no es de ciencia ficción, sino más bien bordea lo fantástico y lo extraño, tal como he ido desglosando en líneas anteriores. Quizá el que más se acerque a la ciencia ficción sea “El mundo de arriba, el mundo de abajo”, por la idea del zombi –recientemente presenté una ponencia en el Congreso de la Asociación de Ecuatorianistas 2021 “Distopía, Utopía y Apocalipsis en la producción cultural ecuatoriana” el pasado mes de julio con el título de: “Imágenes literarias del apocalipsis zombi en Ecuador: las obras de Gabriel Fandiño, Santiago Páez y Mónica Ojeda”–, pero en general los otros cuentos más bien nos ponen en la situación de una cotidianidad extraña donde surge abruptamente lo imposible, lo ominoso, si pensamos en los planteamientos de Roas.

Sin embargo, la repetición casi velada de la palabra futuro por Ojeda puede tener alguna connotación interesante: de hecho, nos pone ante el deseo de la utopía, del lugar de libertad, que estaría posiblemente en el futuro, en otro lugar del futuro –recordemos lo dicho con relación al cuento “El mundo de arriba, el mundo de abajo”–, pero también una paradójica situación de no poderlo situar y, al cabo, renunciar. Y me atrevo a pensar más bien en este contexto, a modo de hipótesis, en las tesis del filósofo polaco Leszek Kolakowski. En este, interpretando la realidad promisoria que un momento anticipara el marxismo y su propio fracaso, la constatación de que el futuro es un tipo pensamiento, tal palabra nos pone en la situación de saber su significación. Así, Kolakowski en su Tratado sobre la mortalidad de la razón (1969) afirma algo que puede ser desconcertante: “Entender el futuro como algo ya dado significa simplemente afirmar que no hay futuro. Y con ello, yo mismo dejo de existir, porque mi existencia solo se realiza en el contacto permanente con lo impredecible, con lo que solo se revelará en virtud de mis decisiones”.

¿Se puede considerar el futuro como algo ya dado o algo que vendrá con certeza? El sentido común nos dice que sí, pero Kolakowski da la vuelta a esta convicción: semejante cuestión implica más bien tener conciencia del presente, porque es desde ese acá que se podría pensar algo como el futuro, pero no el futuro mismo. Y tal cuestión se entronca con un asunto más complejo que es el relacionado con lo que él mismo postula con el horror metafísico. Sus ideas las desarrolla, discutiendo los postulados de varios otros filósofos, en su libro Horror Metaphysicus (Tecnos, 1990).

La pretensión de futuro es una idea positivista y, en sentido de mirarla con sospecha, fue discutida por el pensamiento crítico. En la literatura la futurización era propia del utopismo, pero la desfuturización más bien se fue construyendo a partir de la ciencia ficción sociológica, sobre todo con la obra de H.G. Wells y su postulado del escepticismo metafísico –un desarrollo sobre cómo luego este concepto influyó consciente o inconscientemente en la ciencia ficción andina de mediados del siglo XX lo pueden encontrar en mi reciente libro Historias desde el futuro: Ciencia ficción andina como antropología especulativa (Universidad Andina Simón Bolívar, Ecuador y La Caracola, 2021)–. El problema está, sin embargo, en constatar hasta qué punto, aun cuando se especule sobre el futuro, este se cierre inmediatamente cuando se tiene la certeza que uno mismo es finito.

Kolakowski, de este modo, nos habla que, aunque se quiera el futuro, eso que es “lo que todavía no es, pero va a ser”, siempre se está enfrentado con la contingencia de la propia experiencia. Es claro que la pretensión de futuro está relacionada de este modo, como señala él, con buscar la realidad y la verdad a sabiendas que en tal búsqueda prevalece nuestra fragilidad conectada con la incertidumbre de la vida. En principio, y eso es común en la gente, se busca vivir en un orden, en un sistema organizador, pero tal inquietud esta acaba simplemente con la muerte. En este punto Kolakowski nos hace ver la negatividad de la conciencia del futuro: pensarla, entonces, es saber que incluso no podrá ser alcanzable, por lo impredecible, por decisiones equivocadas –la tensión entre el bien y el mal–, y, sobre todo, por el límite incontestable de la muerte. ¿No hay formas de ansiedad en sentido de desear y, al mismo tiempo, de renunciar a ella en los cuentos de Ojeda en Las voladoras? Digamos, en este marco, que los personajes de los cuentos están en situaciones límite o hay entidades del mundo liminal como metáforas de lo posible, de lo deseable, de, quizá, lo futurible, que inquieren a los personajes, aunque ellos luego se dejan atrapar por la realidad. En otras palabras, están en la situación del horror metafísico.

Kolakowski alude a lo Absoluto, es decir, “todo lo que puede ser”: ¿no es algo también el futuro que permea toda existencia en el presente, confrontando además al supuesto pasado que no debió ser? Y curiosamente, luego nos dice que lo Absoluto es atemporal, no perpetuo, en constante cambio –incluso luchando en la mentalidad del tiempo elaborada por los seres humanos–, por lo que es todo y es al mismo tiempo nada. De pronto nos percatamos en su discusión, que para Kolakowski, lo Absoluto prevalece como algo en uno mismo, como memoria-tiempo-conciencia, y que se lo “lenguajea” en un intento de perennizarlo, y aunque queda como concepto, a la final, es nada cuando se muere. Nótese, entonces, que entre la pretensión de futuro como realidad está la conciencia de uno mismo como ser que entiende que debe morir. El horror metafísico nacería de esa tensión, entre el pensar lo Absoluto, siendo nada, y el Yo como experiencia de mundo que organiza a sabiendas de su límite. Y es así como el filósofo polaco postula su definición: “El horror consiste en lo siguiente: si nada existe verdaderamente excepto lo Absoluto, lo Absoluto es nada; si nada existe verdaderamente excepto yo mismo, yo mismo soy nada”.

El chamán de “El mundo de arriba, el mundo de abajo” pretende su futuro reviviendo a su hija, pero se da cuenta pronto que tal futuro no es posible. Exhorta a lo Absoluto –los dioses, la naturaleza…–, robándole su aliento para dar vida; lenguajea la posibilidad de ese tiempo futuro, pero no tiene eco, salvo la mirada perdida de la niña zombi. Alguien debe finalmente/realmente morir. No solo su hija, sino la misma palabra que la invoca: todo se vuelve nada o, mejor dicho, todo es nada. Y además Ojeda, ya sea en este cuento como algunos otros de Las voladoras –“Las voladoras”, “Sangre coagulada”, “Cabeza voladora”…–, apela al mito. Dice Kolakowski en el citado Horror Metaphysicus: “Los mitos […] si expresan a la vez que ocultan una realidad última es porque esta realidad no puede expresarse en abstracto, no es reducible a ningún lenguaje teórico”. Y es que el horror metafísico que trasunta tal cuento es esa sensación de la nada: aunque se conjure a los dioses, aunque se exorcice la muerte, la fragilidad de la existencia persiste, la incertidumbre es latente. Y eso solo también se puede explicar, si se quiere, con la poética del mito, aunque este impida hacerlo con la misma significación que la realidad o que la verdad quiera revelarse. El horror metafísico es saber que incluso pisando o bordeando lo liminal, la nada está allá como una fantasmagoría que pretende asirnos.

Hasta aquí mi lectura hipotética del libro de Ojeda, más aún del cuento que es esencial en dicho libro: “El mundo de arriba, el mundo de abajo”. (Iván Rodrigo Mendizábal)

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