“Ciudad Jenga” de Villacís, una distopía contemporánea

Efraín Villacís, escritor ecuatoriano, tiene una nueva novela en el contexto de la ciencia ficción distópica. Se trata de Ciudad Jenga (Grado cero, Quito, 2020), obra que pone al lector a reflexionar sobre hasta qué punto la realidad contemporánea, más aún la ecuatoriana, luego de las históricas protestas de octubre de 2019, en las que los protagonistas fueron los indígenas y sectores sociales subalternos contra el poder político y gubernamental, pueden ser objeto de diversas lecturas críticas. La que realiza Villacís, dentro del campo literario, es pertinente y sugerente.

Ciudad Jenga se refiere a un país y a una ciudad imaginarios, cuya característica es ser una distopía pese al estado de constante inestabilidad política y de reclamos sociales en las calles. El lector común puede toparse con una novela que tiene mucha dosis de humor y una grandilocuencia narrativa con la intención de exagerar o de hacerle creer que estaría leyendo una especie de obra burlesca sobre la realidad sociopolítica ya sea ecuatoriana o latinoamericana. De hecho, entre el humor y el burlesco, Villacís construye lo que podríamos decir más bien es una novela de carácter esperpéntico, es decir, la representación de una realidad de por sí grotesca, contradictoria, aunque se la crea “normal”. Ramón María del Valle Inclán fue el que puso de manifiesto el término en su obra de teatro Luces de bohemia (1924), aunque, se sabe, no fue quien lo acuñó. Para él percibir la realidad a través de un espejo cóncavo daría como resultado una imagen deformada y, por lo mismo, caricaturesca. Construir narrativas usando el recurso de lo esperpéntico implica llevar la ironía para inquietar, al punto que se despierte en el lector lo crítico a sabiendas que ya el autor acentúa lo que no se debe dejar pasar por alto. Villacís es provocativo en Ciudad Jenga de acuerdo con este criterio: no deja parado ni la institucionalidad política, ni los referentes sociopolíticos, ni la misma ciudad o país y sus ciudadanos. Contrapuntea en el relato la relación fogosa de la pareja de protagonistas que ven todo el descalabro de ese mundo desde el departamento de un edificio, desde sus ventanas como si estuvieren viendo el apocalipsis tomándose un trago de licor y teniendo relaciones sexuales con todo el placer del mundo –quizá hay algo en estas imágenes que nos podrían recordar ciertas imágenes de un filme de David Fincher, El club de la pelea (1999)–.

Lo esperpéntico en el campo de la ciencia ficción ya el tono que emplearon los ecuatorianos Demetrio Aguilera Malta y Santiago Páez. Recordemos del primero tan solo, entre otros, El secuestro del general (1973) y Réquiem para el diablo (1978), enfocados a desnudar las tiranías o dictaduras militares y sobre todo neoliberalismo que estaba queriendo minar la vida social ecuatoriana y latinoamericana de su época; y del segundo, Ecuatox® (2013) –invito a releer en este contexto mi ensayo: “Ecuatox® o la distopía del país imaginario” publicado inicialmente en mi blog Ciencia ficción en Ecuador, el 23 de noviembre de 2014 y luego en revista Cartón Piedra de El Telégrafo el 15 de diciembre de 2014–, novela claramente dirigida a escarnecer la imagen del gobierno de Rafael Correa en los días que este regía el país. En todas ellas, como en la nueva obra de Villacís, Ciudad Jenga, la realidad deformada, grotesca, resultado del distanciamiento cognitivo que caracteriza a la ciencia ficción –seguimos considerando el concepto de Darko Suvin en Metamorphoses of Science Fiction: On the Poetics and History of a Literary Genre (1979)–, implica lo distópico. La distopía no es algo lejano, imaginario o fantasioso, de hecho, es una realidad presente, contemporánea. Esto lo aprendimos con George Orwell tanto con Rebelión en la granja (1945) y, sobre todo, 1984 (1949). Es decir, comprendimos que la distopía no es solo una realidad aborrecible, sino la realidad que trasunta todo totalitarismo que se disfraza de democracia o se edulcora de discursos de hermandad o solidaridad cuando en realidad su objetivo parece ser la eliminación de todo aquel que se le opone y le pondría en riesgo, sin descontar la intención de subyugar la voluntad humana haciéndola servil. Y más allá, como dice Tom Moylan ­–en Scraps af the untained sky: science fiction, utopia, dystopia (2000)–, la distopía vendría a ser el evidente rechazo de la sociedad moderna, pese a sus promesas y posibles avances o aciertos: de lo que se trata es que se patentice lo no percibido directamente y lo que el sentido común impide examinar de manera analítica lo que se vive en el día a día.

Ciudad Jenga por su título sugiere a un mundo, a un emplazamiento que estaría construido por piezas, en clara referencia al juego de la torre jenga, frente al cual, de lo que se trata, es quitar ciertos bloques para construir, para hacer que la torre tenga más altitud, aunque se sabe que un mínimo error puede conducir a su destrucción. Jenga supone la tensión construcción-destrucción que, sociológicamente, en el contexto de la novela de Villacís, implica el orden y el caos en constante tensión y dinamismo. Es casi imperceptible el hecho de mantener el orden, de construir una sociedad a riesgo de provocar también el caos o la destrucción. Se podría decir que una primera mirada de Villacís estaría en relación con hacernos saber que hay una fina e indecible frontera en lo que hace caracteriza a la sociedad contemporánea: mientras se pretende la estabilidad del sistema, las fuerzas mismas de lo social reclamarían otro ordenamiento, quizá distinto al propuesto por el gobierno antes consensuado. La expresión más extrema, pero así mismo connatural es que en el seno de todo sistema lo que prevalecería en definitiva es la entropía. He aquí que Villacís apunta a algo interesante en su novela: hacer aparecer como un constituyente principal de la vida social misma lo cuestionador, lo ruptural, lo problematizador, lo inquietante. Nada de orden utópico, nada de estabilidad soñada –que además puede ser efímera–. Todo estaría determinado por las flamígeras llamas de la euforia y la perturbación. Súmese a esto el estilo de la escritura de Villacís, donde las palabras parecen ser como las piezas que están allá sonando fuertemente, excediendo, sobreexcitando, cuya reverberación deconstruye el mundo que leemos e imaginamos.

Si hacía referencia al inicio de este ensayo a los hechos de los reclamos sociales de octubre de 2019 en Ecuador –lo mismo que a otras tomas de calles y la movilización impresionante de grupos de descontentos en varias capitales latinoamericanas durante el mismo año–, considerando la novela de Villacís, es porque por vía del distanciamiento cognitivo el autor nos hacer ver como en un espejo deforme la realidad del régimen imperante hasta la actualidad. ¿Por qué llama, por ejemplo, al supuesto presidente de su país distópico, con el apelativo de Piernas Locas? Y, lo mismo, ¿por qué sus personajes políticos y cercanos al círculo de poder se denominan Estoica Florida, Banderillero Graso, Ábaco Ría, Municiones Mandril, Amorosa Palabra, Último Agraz, y otros más? Son personajes caricaturescos y por sus nombres, se señala sutilmente a ciertos individuos que estuvieron o aún siguen en el campo político, y con ello se ridiculiza lo que caracteriza al régimen: un sistema de gobierno que hace caso omiso a la vida de la gente, de la sociedad, que tiene sujetos públicos, cada cual haciendo lo suyo en beneficio propio o en detrimento de quienes deberían ser a los que sirven. En todo caso, sabemos que la representación caricaturesca, grotesca, si bien puede ser extensible a cualquier modelo de sociedad conocida o por conocer, es, en efecto, la de un Ecuador sumido por la corrupción, por la desidia, por el individualismo cuando está puesto en marcha la maquinaria del poder, etc. Sí, la cuestión de fondo es la corrupción que es lo que en física determina el juego determinante de la entropía y que ocasiona transformaciones, aunque no destrucciones de dimensiones incluso apocalípticas.

Habría tres planos en la novela que son posibles de constatar. El uno relacionado con el conflicto social que parece ser perenne y que en un punto de la novela parece no tener salida: en la distopía de Jenga, la gente está en las calles, se enfrentan a las fuerzas policiales, dinamitan al poder y este, a su vez, trata de tapar los propios huecos que han sido forjados por malas políticas y decisiones. El otro, el del propio gobierno de Piernas Locas y su entorno que cree que gobierna una sociedad democrática, pero en sí construye, contra viento y marea, un mundo distópico, uno que claramente permite ocultar la corrupción imperante en su seno. El tercero, el de la pareja de enamorados –el narrador en primera persona y su compañera Manuela–, a la par de efervescentes y consumados degustadores de licores y del sexo en todas las posturas. Se podría decir que estos tres planos estructurales permiten la dinámica de los personajes que vendría a ser las piezas, los bloques de la sociedad-jenga que articula en su novela Villacís. Es sugerente la señalación en esta la aparición y la presión de las “fuerzas nórdicas” que minan, que ponen en entredicho al mismo poder y a la misma sociedad, razón por la cual el gobierno decide trasladar, usando el recurso del “estado de emergencia”, la sede de gobierno –de forma temporal– a “la ciudad Snor, en el bajío”. Tales fuerzas vendrían a ser las emergentes de los indígenas que, empoderadas, en octubre de 2019 pusieron a temblar la institucionalidad ecuatoriana y al mismo gobierno que tuvo que trasladarse a Guayaquil por unas semanas. Villacís pone de manifiesto que estos nuevos actores sociales que horadan el campo político ya no son aquellos que eran los no considerados en la historia oficial ecuatoriana, aunque sí el motivo romántico del antojadizo “drama entre salvajes” –considerando a la clásica novela de Juan León Mera, Cumandá, un drama entre salvajes (1879)–. Los “nórdicos”, la metáfora de los indígenas vendría a ser a su vez los disruptores, a la par de nuevas piezas sociales imprescindibles ahora para pensar la sociedad compleja.

El novum, producto del distanciamiento cognitivo, tomando en cuenta a Suvin, es precisamente eso: darnos cuenta de que los actores sociales milenarios, invisibilizados por el sistema social, ocultados por la distopía política instalada, son esos disruptores. Si la distopía implica control total gubernamental a través de chips instalados en todos los ciudadanos y que el poder usa a discreción para hacer desaparecer a los descontentos, además de políticas que favorecen a los rapaces y a los corruptos, sin descontar la institucionalización de aparatos y acciones represivas, lo que está en juego en su constitución es la eliminación de esa otredad no considerada, intencionalmente ignorada por décadas o siglos. Pero, como toda realidad no es perfecta, la misma imperfección de las nuevas fuerzas sociales son una virtud que mina el sistema distópico figurado. Se puede decir, finalmente, que Ciudad Jenga cuestiona y hace que salgamos de la quietud, del quemeimportismo burgués al que estamos acostumbrados –interesante también es la representación de la pareja y el narrador más abocados al placer, mirando de reojo la realidad que también les interpela–. Estamos ante novela potente y subversora. (Iván Rodrigo Mendizábal)

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